B. Pensar claro, hablar claro

          Si la gente, por lo general, habla bien, ¿por qué no redacta bien? Hay varios motivos: uno, porque el lenguaje oral y el lenguaje escrito son distintos (ese asunto lo trataremos más tarde, en Registro), y otro, porque, a la hora de pasar las ideas al papel, hay una espece de barrera psicológica que se pone a entorpecernos las cosas. Me he fijado, por ejemplo, que algunos amigos que me escriben cartas estupendas se ponen verdaderamente mediocres a la hora de narrar una historia. Su personalidad auténtica, destilada en sus cartas, se pierde o se desmorona cuando se trata de narrar.

          ¿Qué es lo que sucede? Bueno,  aquí es donde entra en juego la mente: cuando hablamos o escribimos cosas íntimas a un conocido, nuestra mente está relajada y no se molesta en andar cuidando lo que vamos a decir. Como cuando cantamos en la regadera, seguros de la soledad de nuestro baño; ¿no lo hacemos estupendamente? Pero cuando escribimos algo que quién sabe a quién vaya dirigido (aunque, ya sospechamos pues ocurre con frecuencia, una buena parte de los destinatarios va a tener garras de fuera, y un hocico lleno de colmillos y glándulas productoras de veneno), inmediatamente nos ponemos tensos, y con la tensión entran los tropezones.

          Todos tenemos una voz interior a la que escuchamos de vez en vez. Esa voz interior es la que nos dicta a la hora de escribir. Con la tensión, los más probable es que salga tartamudeando. Por eso, lo mejor que podemos hacer para escribir es relajarnos y dejar que las cosas salgan solas. ¿Qué garantiza entonces que nuestra voz de escritor sea la mejor voz? Que esté bien educada, eso es todo. Para lograr esto, nada mejor que la lectura, ya lo habíamos dicho, pero cuando esto no basta, todavía nos queda un buen recurso: el aprendizaje de la gramática y el diccionario de sinónimos y antónimos. Veamos la utilidad de cada uno.

          Desde el punto de vista lingüístico, la gramática no es una serie de reglas para enseñar a la gente cómo se debe hablar, sino una descripción de cómo habla la gente; y la gente, por lo general, habla bien. Cierto es que de pronto se aparecen detalles parecidos a reglas, como eso de que a un sustantivo no se le pueden cargar más de dos adjetivos; pero si lo pensamos bien, en realidad nadie, en su sano juicio, diría tres adjetivos seguidos en la misma frase (La blanca hermosa casa alta).  Lo mismo que sucede con uno de los errores gramaticales de redacción más comunes, en el que, si me permiten, me voy a detener un poco: la confusión entre el objeto directo y el objeto indirecto.

          Pongámonos gramáticos y redundantes un momento: el objeto directo es el que recibe directamente la acción del verbo, y el indirecto el que la recibe, bueno, de forma indirecta.
 

Mario compró un regalo para Luigi.
sujeto verbo objeto directo objeto indirecto

          Hasta aquí, todo va bien. El problema ocurre cuando sustituímos cualquiera de los dos objetos por un pronombre (lo, le). Casi siempre nos equivocamos de palabra. Pero la regla es sencillísima: el objeto directo se sustituye con “lo” y el indirecto con “le”. Siempre. Eso es todo. No hay vuelta de hoja.  Así, si escribimos el ejemplo de arriba y quitamos alguno de los dos objetos, las cosas quedarían de la forma siguiente:
 

Mario le compró un regalo.
sujeto objeto indirecto verbo objeto directo

(El “le” sustituye a Luigi).

 
Mario lo compró para Luigi.
sujeto objeto directo verbo objeto indirecto

(El “lo” sustituye al regalo).

O, para que quede más claro, ejemplifiquemos otra confusión muy común, sobre el mismo tema.
 

Lo vi   (a él).

Le vi   (los ojos, las piernas, el trasero, lo que sea).

          Y aunque ustedes no lo crean, este tipo de errores no lo cometemos jamás cuando hablamos. Y nos viene directamente, y es una pena decirlo, de las traducciones españolas. Sí, este error se ha transformado en una cuestión dialectal.

          Las reglas de la gramática responden, entonces, a la necesidad y a la realidad. No son un asunto impositivo de cómo tiene qué hacer uno las cosas.

          Como nadie se enferma por aprender un poco más, permítanme recomendar un libro: La Gramática Española Moderna de Santiago Revilla. Muy accesible, divertida y económica.

          Sigamos ahora con el diccionario de sinónimos. Muchas veces, al revisar un escrito, nos hallamos que hemos repetido la misma palabra en un párrafo unas veinte veces. Lo cual, déjenme decirles, siempre causa malas impresiones y es una pesadilla del editor. Pero es un problema fácil de solucionar: sólo hay que releer bien, subrayar la palabra que se repite, irnos con ella al diccionario y seleccionar de las opciones que éste nos dá la que más cuadre.

          En lo personal, soy una enamorada de los diccionarios, y me encantaría que todos mis amigos escritores tuvieran uno compacto y bueno. Y que se preocuparan por conocer y usar más y más palabras. Alguien, no recuerdo quién, lo dijo: las palabras son los colores en la paleta del escritor, y como el pintor debe conocer los colores, sus matices y sus mezclas, el escritor debe conocer las palabras. La variedad en el vocabulario garantiza que la lectura se haga fácil y amena. Ahora, ya que hablamos de palabras, hay algunas con las que uno debe andarse con cuidado: los tecnicismos (palabras propias de jerga científica) y los barbarismos (palabras de provenientes de otros idiomas que no se han traducido).  No es que no haya que usarlos, sino que, como en cualquier condimento de sabor muy fuerte, se recomienda cautela. En cuanto al “lenguaje culto” (términos provenientes del latín y el griego), el abuso queda bastante ridículo y pedante, y a menos que esa ridiculez y pedantería sirvan para matizar un escrito voluntariamente, es mejor pasársela sin él.

          Aún nos queda decir algo con respecto a la claridad. A todos, supongo, nos gusta que nuestro lector, al saborear nuestras palabras, tenga en la mente una imagen, si no exacta, muy aproximada a la que tenemos nosotros al redactar. Pero nos encontramos aquí con un pequeño problema: Las imágenes visuales son diferentes a las escritas.


Supongamos, por ejemplo, que tenemos esta imagen en la cabeza:

 Y que en el papel aparece como “dragón”.

          Bueno, no está del todo mal. Pero si usamos únicamente la palabra “dragón” para describirla, tal vez nuestro lector acabe imaginándose algo semejante a Fafnir de los Nibelungos, o, si está demasiado perdido, a Bruce Lee.

          Ahora, si escribiéramos “cría de dragón”... bueno, el efecto mejora un poco. Tal vez “cría de dragón saliendo del huevo”... sí, mucho mejor.

         ¿Qué les parece? Un párrafo sobre una imagen visual en nuestra mente puede hacerse terriblemente difícil de redactar si no se le han dado un par de vueltas para que encaje con la imagen escrita.
Por supuesto, si la imagen visual no está clara en nuestra mente, el asunto se complica todavía más.

 Eh... no estamos muy seguros de qué es...
Y nuestro lector difícilmente lo sabrá.

          Para resolver esta clase de problemas, les propongo un ejercicio sencillo: renten alguna  película favorita, y mientras la ven, traten de narrarla mentalmente. Vayan describiendo todo lo que ven, los sentimientos de los personajes, los diálogos... y no se olviden de añadir acotaciones (el “-dijo-”, “-exclamó-”, etc.). Hagan lo mismo cuando vean televisión, cuando caminen por las calles... Acostúmbrense a contarlo todo, a observar detalles, a encontrar palabras que queden con las imágenes que tienen en los ojos. Esto ayuda muchísimo para poner las historias en el papel. Recuerden que el secreto radica en educar la mente.

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