Notas para "Ansias de amor"

A mis colecciones de poemas suelo bautizarlas, en lugar de con el nombre de un poema o de sacarme de la manga alguna frasecita interesante, con alguna línea de uno de los poemas. Representativa, tal vez. Llamativa, claro que sí. Y definitivamente juguetona.


En el caso de Ansias de amor, elegí una línea peligrosa, del poema Ronda de escritor. ¿Peligrosa? Bueno, eso según mi particular punto de vista, formado por un ambiente poético muy estricto donde amor era palabra y tema prohibidos, a menos que estuviera mezclado con conceptos como “muerte” y “sexo insatisfecho”. De cualquier otra manera, los poemas de uno recibían el apelativo de cursi y con él se quedaban. No les dejaban siquiera el beneficio de la lectura. Y había algo que se me hacía sospechoso en todo ello. ¿Miedo, pensé? Tal vez. Cuando de tratar el amor de frente se trata, medio mundo se acobarda.


Ansias de amor, me dijeron, era un nombre cursi. Y cuando lo puse en forma de letrero gigantesco en la primera plana de unas copias de mis poemas, muchos torcieron el gesto. Y yo me froté las manos y pensé: Vaya, está funcionando. Así que después de todo es miedo, je je je.


En fin. De cualquier forma, el nombre le quedó bien a la colección, porque en realidad son poemas de amor. Pero hay que recordar (cuando creo que no hay necesidad resulta que siempre sí) que el amor puede tener muchas formas y no las que todo el mundo piensa (mmm... hay de mentes cochambrosas a mentes cochambrosas, conste). Así que en los poemas hay amor de todas clases. Amor propio. Amor a los amigos. Amor al trabajo. Amor a la pareja. Amor a quien se deje. Por supuesto, desamor.


El poema que le dio el título a la colección, Ronda de Escritor, es el más amoroso de todos. También el más largo y el que más he modificado a lo largo de los años. Es bastante sensual, y es que sigo pensando que una de las sensaciones más sexy del mundo es sentir las teclas de la máquina de escribir hundiéndose bajo los dedos de uno, tic tac, tic tac, y ver que en el papel aparecen cosas que uno ni siquiera hubiera imaginado. Sí... tanto en el amor como a la hora de escribir pasan cosas bonitas si uno oprime los sitios adecuados. En la primera versión del poema, odiosa, por cierto, las alusiones sexuales eran mucho más obvias y se incluían algunas ideas estúpidas y estereotipadas sobre lo que era la profesión del escritor. Mi escritor de la primera versión era un perezoso y tomaba alcohol y café, ambas sustancias que por razones médicas tengo prohibidas y que nunca me hicieron maldita falta ni para escribir ni para ninguna otra cosa (aunque adoro la crema irlandesa y el capuchino). Era también un egoísta de mierda; no pensaba más que en él. El escritor de la última versión es un poco más parecido a mí. Trabaja, escucha, se siente mal de vez en vez. Eso sí, el amor es el mismo, y las sensaciones descritas también.


Tres poemas forman una miniserie: Extraño en tierra extraña (nada que ver con la novela de Heinlein), Extraños en tierras extrañas y No son extraños. El tema, creo, podría ser alienación. Cuando uno tiene veinte años, lo más fácil del mundo es pensar que uno está solo y que no pertenece a ninguna parte. Pero hay algo más por ahí. En aquellos tiempos, comencé a relacionarme con estudiantes extranjeros (principalmente norteamericanos) que iban a mi universidad. Y algunos de mis compañeros de grupo, para quienes los Estados Unidos eran lo máximo, comenzaron a adquirir lecturas, gustos y comportamientos sospechosamente similares. Teníamos recién estrenada la guerra del Golfo, y nuestos nuevos amigos tenían un ánimo patriotero un tanto insoportable.


No es que los norteamericanos me cayeran mal... de hecho, el mejor maestro que he tenido en mi vida es de Saint Louis, Missouri. Pero sí me desconcertaban en gran medida su actitud ingenua ante la vida, sus ideas muy fijas sobre lo que estaba bien y lo que no, y sus pensamientos básicos sobre la felicidad. Muchos de mis compañeros comenzaron a vivir dentro de ese mundo raro, al que acabé bautizando como “país de la felicidad”, porque el fingir que todo el medio ambiente de uno estaba bien y era comprensible me sonaba a algo así como Disneylandia. Era algo fácil de definir, y que más adelante creció como concepto. En el país de la felicidad vivían muchas personas, además de mis amigos, y todos compartían una misma característica: no tenían la menor idea de lo que estaba ocurriendo “afuera”. Es más, no podían ver más allá de sus narices. Y los que teníamos mundos propios, pequeños y privados, éramos los parias de la situación.


Las mujeres de ojos feroces... bueno, esa era una alusión directa a cierta señora mamá de una amiga y a una amiga de ella. Las dos señoras eran una verdadera botana, de tan inverosímiles. Una vez una de ellas, hablando de escritores, le dijo a su amiga: “Mira, ¿has visto a esos que llevan el pelo largo y enredado, la ropa raída y que no se bañan? Esos son los genios”. Y como me atreví a disentir, ya que le tengo cierta apreciación a la limpieza y conozco muchos idiotas que jamás se han bañado en su vida (y no lo harán, entre otras cosas, porque quieren entrar en el prototipo de “genio” ), la señora me lanzó la mirada más malévola que he recibido, contando a las que me obsequian quienes se han dicho mis enemigos (sí, los tengo). Ojos feroces, pensé. El hombre cínico y confiado resultó ser el marido de esta señora... pero a él tendrían que conocerlo en persona para saber de qué estoy hablando.


Los de amor y/o desamor... bueno, Esa puerta y De hombre a hombre. El de Esa puerta narra cierta desafortunada relación amorosa que terminó con muchas de mis expectativas al respecto. Más curioso que ese amorío en sí fue mi reacción. Al enjugar mis últimas lágrimas con un poema de Mario Benedetti, llegué a la conclusión de que nunca me enamoraría de nuevo. Intenté convencerme de que era hombre y como tal tendría mucha mejor suerte en el futuro. Y, si bien las ventajas de ser hombre (aunque con lo fisiológico nunca pude) eran muchas, un tiempo después me ocurrió lo peor que a un hombre machista, como lo era yo (y me lo sigo creyendo a veces) le puede suceder: Me enamoré de otro hombre. Y como ese otro hombre parecía estar enamorado de una MUJER (una tragedia más), un día me senté, con algunas lágrimas sobrantes y recién lavadas, como arroz para cocer, a escribir De hombre a hombre. La historia tuvo final feliz, por cierto, pero eso ya es extraliterario :> .


En Ansias de amor, tengo una buena cantidad de poemas dedicados a autores y creadores.


Terry Gilliam, el director de cine, mi favorito (porque, hasta la casi-casi comercial Doce Monos, me parecía que todas las películas que realizaba eran sólo para mí) recibió un pequeño homenaje, con un par de alusiones a su película Brazil, con ¿Dónde puedo conseguirme un par de alas?


Stephen Crane, escritor norteamericano nacido cien años antes que yo, es autor de una magnífica novela de guerra, La roja insignia del valor . Ahora esta novela es una de mis favoritas, pero eso no ocurrió sino hasta después de cuatro o cinco lecturas. La primera, ocurrida en mis tiempos antigringos, fue una batalla campal de significados y simbolismos. Pese a tener menos de cientocincuenta páginas, esta novelita es un caso difícil, y tomársela a la ligera y por un sólo lado es lo peor que puede hacerse en caso de análisis. Creo, sin embargo, que no hice un mal trabajo con ella. Un siglo de distancia fue la reconciliación final de las ideas de Crane y las mías. Después de todo, amigo mío, no éramos tan diferentes.


Y aunque no existe la dedicatoria en el poema mismo, Yo que tú tendría mucho cuidado con los chicos es una broma pesada, pero llena de cariño, para Robert E. Howard, y la inspiró la lectura de su cuento de Conan “Más allá del río negro”. El cuento, que de cómico no tiene nada, me impresionó más que nada por la inclusión de un personaje joven que va tras su héroe, Conan... y como era de esperarse, acaba horriblemente. ¿Por qué no le puse dedicatoria, entonces? Bueno, el poemita trascendió la cualidad de broma. Me puse a pensar de pronto en montones de muchachitos que no tienen la menor idea de cómo son las cosas en la vida real y que de pronto se largan de su casa y eligen un símbolo, un héroe y un estilo de vida que tal vez no sean la mejor opción para mantenerse vivos. Cierto, sigo pensando, los muchachos de hoy en día son un hatajo de irresponsables. Ahí tienen a muchos de mis amigos, haciendo antes de cumplir veinte años tonterías que yo no haría ni a los treinta, sobre todo con respecto a pareja, escuela y familia. Por supuesto, las chicas nunca dejaron de ser un problema. Mujeres, habla mi yo machista, siempre fastidiando... Y eso que en los relatos de Conan no aparecían mucho que digamos. Como tampoco en La roja insignia del valor... si observan bien, el Yo que tú... aparece como línea del poema Un siglo de distancia... una especie de guiño de complicidad, pues el protagonista de La roja insignia, al igual que el de” Más alla”, es un jovencito que busca complicarse la vida sin otra intención que un desmedido afán de heroísmo.


Mi sombra es el último poema que escribí sobre un prolongado período de soledad que abarcó aproximadamente desde mi adolescencia temprana hasta mi llegada a la edad adulta. Lo escribí cuando me había resignado a estar sola y había decidido que después de todo eso no era tan malo. Pero a principios de los noventa, al llegar a mi vida el grupo de amigos que más tarde se llamaría Laberinto, me olvidaría, al menos por un tiempo, sobre lo que significaba estar sola. Antes, frecuentemente tenía el sueño raro de que mis únicos amigos (que eran entonces, a la más pura tradición Scrooge, los personajes de los libros que leía) estaban frente a mí, pero separados por un cristal grueso y oscuro. Soñaba que ellos golpeaban el cristal y me llamaban y que yo no podía alcanzarlos. Pero al conseguir a mis amigos reales y darme cuenta de que ahora todos golpeábamos Este lado del cristal, le di la bienvenida al fin de la soledad y lo único que pedí de favor fue que mis amigos inventaran la consigna, el santo y seña o lo que fuera... no iba a estar dispuesta a gritarle al mundo sin un buen montón de amigos junto a mí. Es lo malo de la compañía... es adictiva, y uno acaba acostumbrándose.


Lord Byron dijo una vez que para que uno se hiciera poeta era necesario que estuviera enamorado o que fuera desdichado. Para muchos poetas, la combinación de los elementos es absolutamente imprescindible. En Ansias tengo un poco de las dos cosas, pero separadas en su mayor parte, salvo en De hombre a hombre. Y es que tipos de amor hay muchos, y también de desdicha, y soledad.



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