5. Un secreto compartido


Kaikki corrió hasta un bosquecillo de coníferas que se encontraba a corta distancia del campamento. En cuanto encontró un tocón lo suficientemente grande, se dejó caer, y se sostuvo la garganta con las manos, intentando sofocar los sollozos que pugnaban por salir. En su desesperación, golpeó la nieve con su mano desnuda. El ardor fue suficiente para hacer que tratara de calmarse. Miró a su alrededor y localizó un grueso árbol con el tronco hueco. Arrastró los pies hacia él, y se encogió, dejando fuera las piernas. Conocía ese árbol desde sus primeros inviernos, y había sido su rincón privado cuando era niño. De haberse encontrado en otro estado de ánimo, se hubiera preocupado por semejante actitud infantil, pero, por el momento, ése era un buen lugar. Necesitaba estar solo. Necesitaba pensar.

No sentía cansancio ni frío. No le había vuelto a doler la cabeza; casi se le había olvidado que había sido a raíz de su misterioso mal que su tío le hubiera hecho tantas revelaciones. Ojalá nunca lo hubiera hecho, pensó amargamente.

Ahora le parecían tan claras las cosas, que se preguntó cómo no había sido capaz de verlas antes. Desde su conciencia de que era diferente. De que nunca se había parecido a Tainas del modo en que se le parecían Selkaa y Piora. La raza lotin se distinguía proverbialmente por sus ojos verdes; pero los de Kaikki, si bien de este color, tenían una forma casi redonda que contrastaba con los profundamente oblicuos de sus coterráneos. Y su estatura, demasiado alta para su raza, aunque siempre había sido un motivo de orgullo, tanto para él como para Tainas.

Pensar en Tainas como “su padre” le resultaba ahora sumamente penoso. Siempre lo había querido, aunque nunca se lo hubiera dicho, aunque a veces se hubieran disgustado. Lo adoraba tanto como Aiiti... y siempre había pensado que no había amor más perfecto que el que se profesaban los dos esposos. Algunas ocasiones que Kaikki se despertaba por las noches, oía a Tainas y Aiiti que reían y murmuraban bajo sus mantas. Los sonidos, lejos de inquietarlo, lo tranquilizaban, y le bastaba oír la respiración de sus hermanos junto a él para conciliar el sueño. Había vivido siempre sintiéndose amado y sin que nada le faltara; ahora sentía un profundo vacío. Nada parecía tener sentido. Aiiti había mezclado su sangre, esa sangre que ahora era él, con un extraño. Tainas era el padre de Selkaa y Piora, pero no el suyo. Y eso lo hacía a él, aunque fuera a medias, un extraño también.

Y en su sangre contaminada, al parecer, se cebaban ya espíritus malignos. Al menos, así lo parecía, y si eso era cierto, no le quedaba nada por hacer. Una noche anterior, en la que había tenido un ataque menos severo mientras su familia dormía, había tenido el presentimiento de que iba a morir, e incluso se había resignado a ello. Pero el pensamiento de la muerte se había ido, desplazado por la ansiedad.

Ahora sabía que, de cualquier forma, su vida no tendría muchas oportunidades. Los demonios, había dicho su tío. Cuando era niño, había oído de labios de su abuelo Vuori cuentos de espíritus que se apoderaban de las personas y los animales y los hacían perder la razón, atacar a sus semejantes y finalmente morir entre alaridos horribles. Hubiera deseado haber puesto más atención a esos cuentos, en lugar de esconder su miedo tras una aparente falta de interés. ¿Cuáles eran los demonios que estaban dentro de él? Pensó qué tan difícil sería morirse. Valkó le había enseñado a conocer, uno por uno, los puntos vitales de las presas que perseguían. Conocía varias formas eficaces de extinguir la vida. Se preguntó por un momento cuál sería la menos dolorosa.

Sabía que el destierro era el castigo que recibían quienes rompían la ley de la sangre, pero nunca se le había ocurrido preguntarle a Valkoinen si algo semejante había ocurrido en la realidad. Aiiti había cometido dos faltas graves a la ley de la sangre: unirse a un extranjero y tomar un segundo esposo. Tan sólo la primera ameritaba el castigo. Pero nadie había denunciado a su madre. Ni Valkó, ni Tainas... Tainas, que había sido un padre tan estupendo sabiendo que él no era hijo suyo.

Valkó había querido salvar a su hermana de una muerte en soledad, y a su familia del oprobio público. Pero, ¿no tenía que haber pensado también en su gente y la futura amenaza que les representaba esa sangre impura?

Cualesquiera que fueran las respuestas, las preguntas lo tenían harto. Si hacía unos momentos había pasado por su mente, como un relámpago, la idea de terminar con todo antes de que las cosas se pusieran realmente mal, otro instinto luchaba dentro de él. No quería darse por vencido. Quizás si hablara con su madre...

Entonces, una voz clara vino a interrumpir sus pensamientos.

- Sal de ahí - oyó que le decía -. Te traje tu ropa.

No podía creerlo. No podía ser posible.

- Sel... - Kaikki entrechocó los dientes con furia -. ¿Cómo... - era una pregunta estúpida, pero por lo pronto era lo único que podía hacer para no quedarse callado -... cómo diste conmigo...?

- Andas descalzo - respondió Selkaa, imperturbable, al tiempo que señalaba la nieve -. Hasta un ciego hubiera podido dar contigo.

Kaikki miró con atolondramiento los enormes hoyos que habían dejado sus pasos en el camino. Efectivamente, no había sido una gran prueba de pericia, pero sabía, por experiencias anteriores, que su hermano era un rastreador nato, y, aunque odiara reconocerlo, mucho mejor que él. Sin embargo, solía consolarse, por muy inteligente que fuera, a Selkaa le faltaba la sutileza del buen cazador. Un ejemplo claro: era incapaz de darse cuenta cuando no lo necesitaban.

El jovencito depositó las prendas en las rodillas de su hermano, que, con algunas dificultades, comenzaba a salir de su insuficiente escondite. - Bueno, ¿te vas a quedar ahí todo el día? Tienes que comer. Estás enfermo.

- No estoy enfermo - gruñó Kaikki.

- Sí estás enfermo - insistió Selkaa -. Y no le has dicho a padre lo que está pasando. Si no le dices, te advierto, yo lo voy a hacer.

- A padre... - murmuró Kaikki. Después miró sorprendido a su hermano -. ¿Que quieres decir? ¿No... no le dijiste lo que pasó anoche?

Selkaa meneó la cabeza.

Kaikki comenzó a ponerse los pantalones acolchados. Selkaa se había tomado la molestia de calentar las prendas al fuego

- Bueno...- el joven cazador fingió indiferencia -. Bueno... ehhh... gracias.

El segundo agradecimiento en menos de una estación. No podía creerlo.

- De nada - respondió lacónicamente el hermano.

- Bueno, y ahora vete a fastidiar a otro lado - refunfuñó Kaikki. Selkaa se encogió de hombros, escondió una sonrisa con la mano y se alejó. Kaikki lo siguió con la mirada. Selkaa se parecía demasiado a Tainas. Sí, demasiado. Con un dejo de amargura, terminó de vestirse.

Cuando regresó, la tribu ya estaba de pie. Valkoinen, Oikein y los otros dos cazadores se aprestaban para la salida. Los perros jugueteaban junto a ellos, profiriendo alegres ladridos. Kaikki vio que Aiiti, llevando un cubo de leche recién ordeñada, salía de los corrales y se detenía un momento a acariciar la sudorosa mejilla de Tainas, afanado en partir leña. Selkaa, salió de la bodega con las vasijas para hacer queso, y corrió tras su madre. Hiekka salió de su tienda, mostrándole a un grupo de risueñas mujeres una casaca de piel que había cubierto con un colorido bordado. Hasta el anciano Vuori había dejado su perpetuo encierro y, a la puerta de su casa, contemplaba a su gente mientras que, a unos pasos, la perra blanca tiraba de las ropas de Piora hasta hacerla resbalar en la nieve. El campamento bullía de actividad, y nadie parecía advertir que él estaba ahí. Kaikki contempló unos instantes ese mundo que hasta entonces había sido tan familiar y tan suyo, y donde había tenido la certeza de saber quién era. Cuánto habían cambiado las cosas en una sola noche.

Valkoinen, que pareció evitarlo deliberadamente, partió con los cazadores y los perros. Una sombra de tristeza cubrió los ojos de Kaikki. Entonces, vio una figura menuda y esbelta que se acercaba directamente a él.

Aiiti, sin decir palabra, le puso un tazón de leche recién ordeñada en las manos, le dio un ligero pellizco en la nariz y se alejó sonriendo. Kaikki se quedó anonadado ante su radiante sonrisa, la firmeza de sus pasos y la seguridad con la que erguía su rostro, terso y hermoso como la luz de la luna. No era la actitud de alguien que hubiera cometido una falta terrible. Para cuando Kaikki intentó llamarla, ella ya se había ido.

Pero su hijo conocía bien sus costumbres. Hacia el atardecer, Kaikki fue a la orilla del lago. Aiiti se encontraba ahí, cepillándose los lacios cabellos. Tanto los hombres como las mujeres lotin usaban el cabello muy largo, pero mientras que los hombres simplemente se lo anudaban en coletas, las mujeres se hacían largas trenzas que ocultaban en los gorros. Aiiti acababa de deshacerse las trenzas, y su cabellera alcanzaba a extenderse en el suelo estando ella arrodillada.

Parecía un buen momento. Kaikki se aproximó sigilosamente, pero no supo cómo abordar a su madre; cualquier cosa que le venía a la cabeza le sonaba torpe y sin sentido. Cuando, después de unos minutos de silencio, se sentó junto a ella, las palabras se le atoraron.

- Háblame de mi padre - fue cuanto atinó a decir.

Aiiti se sobresaltó, después soltó una risita y le indicó a su hijo que se sentara junto a ella.

- Me asustaste - dijo, sonriendo -. ¿Cómo estás? ¿Te sientes mejor?

- ...sí...

- Acércate un momento.

Aiiti le retiró el gorro, le soltó la coleta y le ofreció su cepillo.

- Si no lo haces tú lo hago yo - dijo al advertir la incomodidad del joven -. Por más que trato, nunca he logrado que tu padre se acostumbre a cuidarse el pelo. Siempre me gruñe cuando se lo digo.

Kaikki se pasó el instrumento por el pelo, mecánicamente, un par de veces.

- Háblame de mi padre - repitió.

La sonrisa de Aiiti perdió intensidad.

- ¿Tu padre? Bueno, no sé qué quieras saber que no puedas preguntarle a él.

Oh, sí lo sabes, pensó Kaikki.

- Mi padre. Mi padre verdadero, quiero decir.

- Oh... - Aiiti se llevó una mano al rostro -. Entonces... Valkó te lo dijo...

- Sí...

- ¿Qué fue lo que te dijo? -. A Kaikki le pareció que el rostro de su madre se contraía de ira. Pero fue una impresión muy rápida. Pronto, la expresión de Aiiti se serenó. Su voz, inclusive, delató tristeza -. No, no me lo digas. No quiero saberlo. Es por lo que te sucede. Valkó tiene miedo de que sea por eso.
Kaikki suspiró hondamente.

- ¿Y tú le crees?

- ¿Qué puedo creer? Le di por su lado, porque ya no quería seguir con el asunto, pero... - la mujer hizo una pausa -. Si he de creer lo que aprendí de mis padres, lo que dice mi pueblo, lo que ellos piensan que está bien, entonces le creeré, y ya. Pero... lo que yo pienso, lo que yo vi, es diferente. Ellos nunca lo entendieron.

- ¿Crees que lo pueda entender yo? - preguntó impulsivamente Kaikki.
Su madre lo rodeó con un brazo, y bajó la mirada.

- Por favor - insistió Kaikki -. Si puedo entenderlo, tal vez me ayude.
Su madre levantó la cara.

- La herida ya no sangra - dijo, muy seria -. Si quieres, puedes preguntarme.
Kaikki correspondió con una tímida sonrisa. Procuraría ser prudente.

- ¿Cómo era? - comenzó.

- Como tú. Ojos redondos, piernas muy largas.

- Sí... pero... ¿Cómo era de carácter? ¿Te dijo... por qué había venido, o de dónde era?

- Del sur, de allá donde gobierna Hasel, no Tana. Viajaba solo, y a pie. Era callado, y sonreía con los labios apretados. Era... era muy bondadoso... No habló mucho de sí mismo. Simplemente, lo sentí.

- Pero entonces te convenció para que...

- No. Me dijo que no podía ser. Yo era joven, estaba enamorada y poco me importaba lo demás. Fui hacia él... y, cuando se fue, supe que te había dejado dentro de mí, y me sentí muy bien.

- ¿No quiso llevarte con él?

- Me dijo que no podía seguirlo a donde se dirigía. Me dijo.... que no lo esperara... que me casara y que fuera feliz. Pero yo esperé... por lo menos un tiempo. Después traté de olvidar.

- ¿No... - Kaikki se sintió algo inquieto -... no te arrepentiste alguna vez?

- No -. Al joven le pareció que su madre era sincera -. Mucho menos cuando naciste. Sólo que... - Aiiti se detuvo, y su frente se llenó de arrugas.

- ¿Qué?

- Casi... hace diez días. Cuando te pusiste enfermo. Valkó me dijo que tu sangre im...

- Sí, ya sé - interrumpió Kaikki -. De modo que casi te arrepientes.

- ¡No! Pero tuve miedo.

- No creíste lo que dijo Valkó... sobre los demonios en mi sangre...

- No, ya te lo dije, pero tuve miedo.

Kaikki volvió a suspirar. La conversación no estaba haciendo mucho por aclararle sus dudas iniciales, y la actitud de su madre lo confundía aún más. Una idea brilló en su mente, e intentó reencauzar la plática.

- Mi padre... - titubeó -... ¿te dejó... algo para que... te acordaras de él? ¿Algo así como una prenda?

- Dos - respondió Aiiti con convicción -. Tú y otra cosa.

- ¿Qué?

- Déjame terminar y te la enseño - respondió Aiiti, tomando el cepillo de sus manos.

De regreso en su tienda, vacía puesto que Tainas, Piora y Selkaa se encontraban con Vuori, Aiiti comenzó a revolver entre sus pertenencias.

- ¿Quién más lo sabe? - le preguntó Kaikki.

- Tainas. Yo misma se lo dije, pero nunca me lo reprochó. Valkó... y a lo mejor él le comentó algo a Hiekka...

- ¿Y nadie te denunció?

Aiiti sonrió con socarronería, y le dio unas palmaditas en el hombro.

- Tal vez te hubiera gustado más nacer en medio de la nieve o en una guarida de lobos, o morirte de hambre en el vientre de tu madre - se burló. Le mostró a Kaikki un pequeño envoltorio de cuero. Reverentemente, lo desató, y levantó algo que en un principio el muchacho tomó por una piedra plana. Al ponerla su madre en sus manos, la examinó y vio que más bien parecía un trozo de corteza seca, con la forma de un pentágono irregular. Los nudos de la madera seguían una línea geométrica perfecta, y el color negroazulado del objeto era algo que no había visto en ningún árbol.

- ¿Qué es?

- No sé. Me lo dio, como tú dijiste, para que no lo olvidara. ¿Lo quieres? Te lo regalo.

- Pero...

- No lo quiero. Creo que te pertenece más a ti que a mí.

- Bueno, como quieras - Kaikki guardó el objeto entre sus vestiduras, y se armó de valor para hacer una última pregunta, la primera que había acudido a su cabeza desde que se le había ocurrido la idea. Preguntó el nombre de su padre.

Aiiti sonrió y le pidió que se acercara para decirle algo al oído.

- Tainas - susurró.

Kaikki aceptó la respuesta con humildad, sin enfadarse, porque después de todo su madre tenía algo de razón al intentar creerlo. Pero insistió. Entonces Aiiti se lo llevó del brazo hacia el corral. La mayor parte de las familias estaban ya en su tienda, y sólo algunos se habían quedado a esperar la llegada de los cazadores o a tomar algo de comida de la bodega. Ahí, sin testigos, Aiiti le dijo el nombre. Kaikki lo repitió en voz alta, y su madre corrigió su pronunciación. La palabra era corta y sonora, pero tenía un extraño sabor en en los labios del joven; y no era únicamente extraña, sino antigua y lejana.

Kaikki trató entonces de agradecer a su madre, aunque su mente se hallaba casi ocupada del todo por el plan que acababa de gestar. Imitando inconscientemente a Selkaa, hizo la seña de “buena suerte” y caminó hacia de regreso a la tienda, para vérselas como siempre a solas con sus emociones y sus pensamientos.



Días después, todo estaba pronto.

Quizás no fuera la decisión correcta. O quizás sí. Kaikki sacó de debajo de sus mantas su posesión más preciada: una lanza para cazar osos que le había regalado Valkoinen al cumplir la mayoría de edad. Era una lanza totalmente diferente a las tradicionales lanzas lotin, grandes picas con punta de piedra que se rompían la mayor parte de las veces: era una vara de metal forrada de cuero engrasado, liviana y resistente. Valkó la había conseguido, o al menos eso había dicho, en un trueque con otra tribu.

La lanza, un cuchillo, su arco y flechas y un hatillo de provisiones, ahorradas a escondidas de su propia ración diaria, eran objetos indispensables que ya tenía preparados en su tronco de árbol, junto con sus esquíes. Se había pasado varias horas, sin el menor éxito, tratando de perforar el objeto que le había dado su madre para colgárselo del cuello; a pesar de su apariencia frágil y reseca, no había conseguido hacerle sino leves rasguños, y finalmente había optado por guardarlo en uno de los bolsillos escondidos de su chaqueta.

Aquella noche se tiró a la cama completamente vestido y esperó hasta tener la certeza de que todo el campamento dormía. Hacia la medianoche, el joven se despidió silenciosamente de los suyos y salió. Su última imagen, antes de cerrar la puerta, fue la de su madre, durmiendo con la cabeza apoyada en el hombro de Tainas. Como no podía dejar su lanza, hundió frente a la puerta de su choza la de su padre, con un trozo de tela atado al mástil, para hacer la señal de la caza. Alrededor de la lanza dibujó un círculo completo: la caza iba a durar un tiempo indefinido.

Al pasar junto a la choza de Valkoinen y Hiekka dudó un momento. Su tío y él apenas habían intercambiado palabras desde la amarga revelación, pero en ese momento Kaikki se sentía demasiado lleno de la melancolía que acompaña las despedidas como para guardar rencores. Pensó que, de algún modo, estaba agradecido por la franqueza de Valkó y se sentía comprometido a hacer las paces. Sin que se le ocurriera otra cosa, dibujó en la nieve el contorno de una mano con los dedos extendidos, el “buena suerte” tradicional, y lo rodeó a su vez con un círculo: una despedida que implicaba un tiempo de separación imposible de determinar.

Tan silenciosamente como pudo, se dirigió hacia las afueras del campamento. Los perros, ya lo esperaba, se incorporaron gimiendo. Kaikki oró a la diosa por que no ladraran y echó a andar, tan suavemente como pudo. Los pies se le hundían en la espesa nieve y ésta parecía tratar de retenerlo a propósito. La perra blanca salió de la tienda de Vuori y empezó a seguirlo. Kaikki maldijo el hecho por un momento, para después darse cuenta de que, como ayuda providencial, el animal se encargaba de confundir sus huellas con las suyas propias. Llamó suavemente a su mascota, y caminaron lado a lado hasta el lindero del bosque. Una vez ahí, le ordenó a la perra que regresara, recogió sus cosas y se encomendó a su sentido de la orientación. Hacia el sur... del noroeste llegaba la mayoría de las tribus lotin al terminar el gran día, y el sur era hacia donde se movían las aves antes de la larga noche. Aunque las últimas parvadas ya habían emigrado, conocía la dirección. Tras atarse los esquíes, se miró las manos y comprobó que su pulso, al menos por el momento, estaba firme. Se colgó sus cosas a la espalda y se dio impulso con la lanza, ladera abajo. En pocos segundos, el bosque y su gente quedaron atrás.



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