Víctor
Maldita sea. Por más que me esfuerzo, por más que trato de concentrarme
en lo que vendrá, el recuerdo se niega a abandonar del todo mi cabeza.
Maldita sea. Me acuerdo del maldito día como si hubiese sido ayer. Era otro
más de los malditos días en los que tenía la obligación
de levantarme temprano. Uno más de los fastidios para quien se dedica a la
vida monárquica, claro está. Porque, ¿saben?, cuando se es rey,
hay muchas cosas de las que tiene que preocuparse uno. Asuntos políticos graves,
asuntos políticos sencillos, complicaciones, el despertador que una vez más
se negó a funcionar. Etcétera. Etcétera. Odiaba los días
importantes como ése. Odiaba entregar mi trabajo al concurso anual de guión
teatral. Odiaba tener que verificar si el jurado había sido ya convenientemente
sobornado. Odiaba tener que encargar a mi administrador el premio para el segundo
lugar, porque ya sabía que, a fin de cuentas, el primer lugar volvería
a ser mío y, además de la representación de la obra, podría
regalarme lo que me viniera en gana; por algo yo era el rey. Odiaba tener que elegir
de entre los prisioneros de guerra o criminales comunes a quien sería el siguiente
aperitivo de “Chispazo”, el estúpido monstruo marino del foso de mi castillo.
No podía soportar la música ni los bailes. No me interesaba ver mujeres
desnudas porque (y eso en aquel entonces era un secreto muy delicado) yo soy una
mujer. Tampoco me interesaba ver hombres desnudos, por dos razones principales: la
primera, porque mi matrimonio con el soberano de ese condenado país, (un matrimonio
bastante corto que terminó abruptamente en circunstancias que más adelante
relataré,) resultó una completa frustración y acabó con
la mayoría de mis expectativas sobre el sexo masculino. La segunda, porque
mi corazón y mi cuerpo guardaban aún una absurda fidelidad a...
Bueno. Tampoco me gustaba que decoraran las casas con esas ridículas flores
de papel. En definitiva, detestaba ampliamente todas las celebraciones típicas
de mes de mayo.
Me miro al espejo y me deprimo. Nadie dice que el ser hermosa resuelva todos los
problemas habidos y por haber. Pero, por los cielos, sí que es una gran ayuda.
Si yo fuera guapa, por ejemplo, no hubiera tenido que preocuparme por mi reputación
la noche que desapareció Maxím, la misma noche que él y yo tuvimos
un pequeño altercado por culpa de cosas tan dispares como el precio de los
productos básicos y el respeto que él le debía a la segunda
esposa de su padre (es decir, yo, que en unas pocas horas más me convertiría
en viuda). Nadie me hubiera hecho preguntas en las reuniones con los parlamentarios;
se hubieran conformado con admirarme. Es más, no hubiera tenido ninguna maldita
necesidad de hacerme pasar por el difunto monarca. El pueblo me hubiera amado por
mi belleza, y no por haberle quitado la problemática del robo a la arcas reales,
ni por mi espíritu pacifista, ni porque, modestia aparte, en poco menos de
un año instalé un sistema democrático casi perfecto, aprendido
en teoría.
Y tampoco tendría ahora tantos deseos de regresar a mi lugar de origen; a
ese lugar extraño, pero bonito, en la galería abandonada de mi teatro.
Quizá incluso las cosas con Víctor hubieran sido diferentes. Pensaba
que, al venir a un lugar de quién-sabe-cuál-dimensión, pero
que apestaba de sobra a magia y cuento de hadas, lo menos que uno podría esperar
sería una especie de transformación; adquirir esa legendaria belleza
que no precisa de costosos tratamientos y que es tan mencionada en los cuentos de
hadas y en las páginas de sociales de los periódicos. Pero no ocurrió
nada. Aun me miro en el espejo y me deprimo. Mi nariz es demasiado grande, mis ojos
tan chiquitos que desaparecen cada vez que tengo algún motivo para sonreír,
tengo el pelo crespo. Mi cuerpo bien formado se salva un poco, pero, desgraciadamente,
mi espejo no alcanza a verlo, y está siempre cubierto por las ropas pesadas
que se usan por aquí.
En fin, creo que ya me hice a la idea de que ser guapa no me hubiera ahorrado los
problemas y que, de todos modos, el hecho de estar en un lugar que apestara a magia
y cuento de hadas no iba, por cierto, a resolvérmelos. Eran otros tiempos
cuando pensaba que podría ser así. Solo que entonces, todavía
me quedaba mucho por aprender.
Pero empecemos por el principio.
No todo el tiempo he estado en este sitio. Si me la pienso bien, he estado en lugares
mucho peores. Por ejemplo,cuando, en los últimos años de la adolescencia,
tuve que dejar mi ciudad natal para estudiar y mis padres me consiguieron un pequeño
departamento en la capital. Ahí viví felizmente un año, o poco
más; hasta el día que una vieja prima, a quien detestaba cordialmente,
se detuvo a tomar una taza de café. Jamás se fue. Se quedó a
dormir aquella noche,y el asunto no me molestó mucho, pero al día siguiente
empezaron a llegar sus cosas, un paquete tras otro. Por cortesía, le había
dejado mi recámara. Ya no hubo modo de moverla de ahí. Me quedé
en el sillón de mi salita, y ahí estuve durmiendo los siguientes trece
meses, es decir, hasta que dejé la escuela y conseguí trabajo en un
teatro de la capital.
Pero bien, cualquiera se preguntaría qué clase de persona era yo entonces,
y sí, yo era una persona capaz de permitirle a la vieja prima que se quedara
en mi casa todo el tiempo que quisiera. Primero, porque, con toda la antipatía
que me inspirara, la vieja prima me daba un poco de lástima (no tenía
a nadie más que a ella misma), y luego, porque la lástima aquella era
más o menos proporcional al miedo que me inspiraba semejante mujer. Me explicaré:
la vieja prima tenía un genio de los mil demonios, era bastante dominante,
tenía un concepto moralista un tanto curioso, y, lo que es peor, se llevaba
de maravilla con mis padres. Que, por supuesto, se pusieron contentísimos
al enterarse que yo ya no iba a vivir sola, y apoyaron la cosa al cien por ciento.
Pero había algo todavía más horrendo en esa mujer: hablaba,
siempre pesimísticamente, de lo que sería mi vida si me negaba a hacer
lo que ella decía; y yo, por las noches, tenía pesadillas en las que
me veía convertida en ella.
Lo de la escuela fue un asunto aparte. Ya había decidido, con todo el dolor
de mi corazón, que no me interesaba, aunque para mis padres era una cosa tan
esencial. Pero, para asegurarme las cosas, antes de comunicarles mi decisión
de desertar, me conseguí el puesto de tramoyista y conserje en un teatro,
como ya dije, y esto, porque de esa manera se me permitiría estar cerca de
lo que más me gustaba: los escenarios, las luces, las representaciones. Y,
previendo la reacción de mis padres, también hice de antemano el arreglo
de una nueva vivienda.
Las personas que manejaban el teatro eran gente bondadosa, con quien se podía
hablar. Comprendían. Por otro lado, la galería era una sección
que nunca se abría al público, y que se usaba, por lo general, para
almacenar triques de las producciones más grandes. Entre el acumulamiento
de cosas, quedaba un poco de espacio libre. Podía disponer de ese espacio,
me dijeron. Había una cama de tijera, y algunas sillas. Me podía quedar
ahí, con mi horario de trabajo y todo, si no me molestaban las representaciones
a deshoras y todo eso. ¿Que si me molestaban? En absoluto. Tras hacer acomodos
de préstamos con mi sueldo que me permitirían comprar una estufilla
eléctrica, unas mantas y algunos trastos, se acordó el pago de una
renta ridículamente baja (por aquello del uso de la luz y el agua, me dijeron)
y así, al día siguiente, tuve el gusto de comunicarle a mi vieja prima
(que, por cierto, tras la noticia, se puso a destrozar el departamento en un ataque
de histeria) que podía quedarse con mi casa, que ya me había conseguido
un nuevo hogar y que ya no tenía por qué seguir aguantándola,
ññññaaaaaa.
Y ahí fue la época más feliz de mi vida. Al principio, me costó
trabajo adaptarme a algunas cosas, sobre todo a eso de tener que bañarme con
agua fría en los lavabos, antes de ponerme a limpiar. Pero vestirse con una
bata sucia todos los días, tomar una escoba y caminar hacia el escenario,
y barrer, y sacudir cada objeto y cada asiento, mientras por todo el teatro sonaba
una música suave; eso era de veras excelente. Me dejaba la mente libre, me
permitía soñar todo el día. La parte del trabajo más
pesada consistía en mover objetos del escenario en algunas obras (y hay que
hacer notar que fue entonces cuando desarrollé mi habilidad de caminar rápido
sin que se oyeran mis pasos), manejar los telones y hacer efectos especiales, como,
por ejemplo, una lluvia de confeti, y aún eso era un verdadero placer. Como
mi trabajo estaba tras bambalinas, me daba tiempo de rondar los camerinos y la producción,
y ayudar a los actores cuando las cosas urgían. Por la misma razón,
me dediqué seriamente a aprender vestuario y maquillaje. Mis ratos de descanso
transcurrían en mi alcoba, viendo las representaciones nocturnas desde mi
palco privado, la parte más alta del teatro; leyendo los libretos o, con un
cuadernito en la mano, ideando escenas y personajes, elaborando mis propias obras
e imaginándome que algún día las vería puestas en ese
mismo teatro, y las vería desde mi apartamento de galerías, que entonces
tendría una hermosa recámara, una salita y quizás una regadera
portátil. Por supuesto, ya sabía yo que nada de eso sería verdad,
pero qué perdía con soñar. Lo malo del asunto es que todo esa
felicidad duró, a lo mucho, año y medio.
Y aquí, apenas aquí, es donde creo que empieza la verdadera historia.
Recién había terminado la primera temporada de una obra para niños
de corte francamente detestable. Una que tomaba el consabido cuento de hadas donde
la heroína era estúpida y el héroe no tenía nombre y
salía hasta el final y no hacía nada; y todo esto salpicado de escenas
de acción inútil y pomposos efectos. El escenario tenía que
limpiarse a conciencia, y pasaría un buen rato antes de que lográramos
quitar el olor a huevos podridos. Bueno, puesto que ese día el teatro estaría
libre, no había mucha prisa; así que aproveché para espiar un
rato los vestidores. En uno de ellos, ya sabía, el director del teatro guardaba
su gigantesco televisor, su videocasetera y su fabulosa colección de películas.
No se oía en el teatro la música suave de costumbre. Algún tiempo
me quedaría. Así que, con mis pasos silenciosos, me colé al
sitio.
Pero, al meterme al vestidor, no fue la videocasetera lo
que primero llamó mi atención. Había un objeto tirado sobre
la alfombra; un objeto largo y brillante. Una cuchara. No era de las del teatro,
y tampoco de las mías. Me vino a la cabeza la obra pasada: había una
escena de un banquete, con mesas puestas y todo. Probablemente se les había
olvidado esa cuchara. En fin, una pieza más no les haría daño
a mis cubiertos.
Levanté, pues, la cuchara. El televisor se encendió detrás de
mí. No supe si alguien más en el cuarto lo había hecho. No tuve
tiempo. El brillo de la pantalla se reflejó en la cuchara, dándome
un deslumbrón tal que creí que me habían golpeado la cabeza.
Me sentí literalmente succionada por una aspiradora. Me pareció oír
el tintineo de la cuchara... ¿al pegar con la alfombra? Y eso fue todo. Caí
sobre algo que, después comprobé, era un charco de lodo. Tras frotarme
los ojos un par de veces, lo primero que vi fueron mis rodillas. Y después
mis pies. Y, a unos metros, la cuchara, partida en dos contra una piedra que sobresalía
del lodo. Más lejos, un hermoso paisaje con montañas. Y, más
cerca... bueno, mi ropa había desaparecido. Y sí, oh, sí, a
unos cinco pasos, estaba un hombre observándome. Mi primera reacción
fue muy natural: lancé un chillido, me hice ovillo y me cubrí como
pude con los brazos.
Tardé todavía unos segundos en hacer que la imagen del hombre aquel
me entrara en la cabeza. Parecía como de cincuenta años; eso fue lo
que calculé por su cabello y barba canosos. Lo que más me llamó
la atención fueron sus ropas: traía una especie de calzas y una túnica
larga de terciopelo pintado, y el calzado era algo que no había visto nunca.
De hecho, todo su aspecto e indumentaria eran algo que creía no haber
visto nunca, a menos que... Recorrí mi alrededor con la vista, buscando los
asientos del teatro. Sólo vi, a lo lejos, lo que parecía ser la ciudad
amurallada que había aparecido como telón de fondo en...
Ropa de terciopelo. Paisaje con montañas. Ciudad amurallada. No me cabía
duda ahora. Todo era idéntico a esa odiosa obra para niños.
El hombre aquel habló. Para mi sorpresa, hablaba mi idioma. Se había
tardado quizás ya dos minutos en ofrecerme su capa, o tal vez había
sido yo quien se había tardado en aceptarla. El hecho es que me la dio, y,
cuando me envolví en ella, me ofreció su mano al estilo de los jóvenes
cuando quieren quedar bien con una chica.
- ¿Dónde estoy? - pregunté por fin.
En el reino de Sklsfpnnk (después averigüé la ortografía),
me respondió el hombre. Él, añadió, era el rey.
Así empezaron las cosas. Cómo sucedieron o por qué, es algo
que probablemente no sabré nunca. De pronto, así nada más, me
vi metida en una especie de mundo de cuento de hadas. En el improbable mundo donde,
de seguro, se llevaba a cabo la acción de aquella obra de teatro; sí,
nadie hubiera podido decirlo mejor que yo, que había tenido que aprenderme
de memoria el vestuario y las pinturas de fondo.
La ciudad amurallada, que también se llamaba Sklsfpnnk, tenía calles
estrechas, muchas fuentes y jardines y montones de torrecitas. Era preciosa, aunque
un tanto rara, incluso para un cuento de hadas. Está, por ejemplo, que se
usaban la publicidad escrita, y en todas partes había carteles con las marcas
que habían patrocinado la obra. Y en el extremo norte, rodeado por un foso
que me pareció más bien inadecuado (¿por qué habrían
de tener un foso dentro de una ciudad amurallada?) estaba el palacio. Ahí
me dirigí, junto al rey en su carroza descubierta, y delante de una escolta
de unos veinte caballeros que no había advertido en el momento y que posiblemente
habían visto todo lo que vio el rey. Ahí me dirigí, con los
pies congelados y tan desconcertada todavía que no atinaba a decir palabra.
El rey no dejó de portarse cortés en todo momento, no hizo comentarios
sobre mi desnudez y me habló suavemente todo el camino. Apenas le puse atención,
hasta que me pareció oírlo decir “monstruo marino” en la conversación.
Estábamos ya cruzando el puente levadizo del castillo, cuando unos vapores
extraños se levantaron del foso, me llegó un fuerte olor a pescado,
y de pronto, frente al carruaje, se aparecieron unas enormes fauces bajo dos gigantescos
globos oculares.
Esa fue le primera vez que vi a “Chispazo”. Lo siguiente que recuerdo es la habitación
que sería mi recámara, y a Rita.
Rita... Una muchacha que no podría tener más de dieciséis años,
flaca y feúcha, pero con una especie de aura angelical que hacía que
uno simpatizara con ella a primera vista. Me dijo que ella iba a ser mi dama de compañía,
que si necesitaba algo se lo podía pedir a ella, que el monstruo marino no
hacía nada y que ya me estaban preparando un baño caliente. Aturdida
todavía, no se me ocurrió sino pedirle algo de tomar, y ella salió,
regresando al minuto con una botella en charola de plata. Cómo se lo agradecí.
No era muy aficionada a tomar, pero lo estaba necesitando. Una vez apurado un tercer
vaso, la mente comenzó a aclarárseme un poco.
El palacio real se convirtió en mi hogar más pronto de lo que les estoy
contando. Además de contar con una habitación lujosa, tuve el honor
de compartir la mesa del rey. Más tarde me enteré de los rumores que
corrían sobre mi llegada, y no puedo decir que me disgustaran del todo. El
rey, decía la gente, se había encontrado una hermosa doncella (bien,
aunque sólo lo segundo era cierto en este caso), probablemente una dríada
de los bosques. Esa misteriosa mujer se había ganado el corazón del
rey, gracias a su belleza y simpatía. El pueblo se refería ya a ella
como “la reina consorte”, y el hecho era motivo de júbilo, ya que el rey nunca
había parecido tan feliz desde la pérdida de su esposa, hacía
unos quince años. Sí, todo eso me halagó mucho. Sobre todo la
parte que hablaba de belleza. Fue lo que me hizo creer en la magia.
El rey, "Chispazo", Rita... ¿me falta alguien? Por supuesto. No
todo iba a ser nardos y rosas. Porque ahí, desde el primer día de mi
llegada, estaba Maxím.
Maxím era el príncipe heredero. Tenía unos tres o cuatro años
más que yo, lo cual me hizo creer que nos llevaríamos regularmente
bien. Pero no sucedió así, en lo absoluto.
Maxím no era guapo; estaba gordísimo, había heredado la afilada
nariz de su padre, su voluminosa humanidad estaba sostenida por dos piernitas ridículamente
cortas, se estaba quedando calvo y parecía llevar semanas sin lavarse la cara.
Su abultada barriga denunciaba a primera vista su afición a las bebidas fuertes
y a las comidas pesadas. Por si esto fuera poco, era probablemente el ser más
antipático de todo el reino: nunca se dirigía a las otras personas
sin usar algún término despectivo, y solía mirar a todo el mundo
(su tranquilo padre incluído) de arriba a abajo. Era asqueroso ver cómo
trataba a Rita; la pobre Rita, que pasaba aire como si hubiera estado sumergida dos
horas cada vez que lo veía, y que se arrodillaba con la actitud de un perrito
hambriento cuando el tipo la llamaba para encargarle que le limara las uñas,
o alguna otra tarea estúpida.
Rita usaba “Su Majestad” para referirse tanto al rey, como a Maxím (y como
a mí, pero eso no ocurrió sino más tarde), por ello, cuando
hablaba de alguno de los dos, resultaba difícil saber a quién se estaba
refiriendo. Pero, cuando ponía los ojos en las nubes y escondía tras
los dedos alguna sonrisa secreta, estaba bien segura de que no podía sino
estar pensando en el príncipe heredero.
Maxím, como todo buen prepotente, me acogió con una cortesía
inusitada, pero, por lo bajo, me di cuenta de que ya estaba pensando en utilizarme
para ensayar su colección de maltratos. Una noche, durante la cena, hizo alguna
observación de mal gusto con respecto a mis costumbres en la mesa, y su padre
se puso de pie y le dijo que se callara la boca. Maxím pareció quedarse
tan estupefacto que jamás se volvió a meter conmigo, por lo menos en
público. El asunto para él debió haber empeorado cuando el rey
anunció públicamente (que fue el mismo momento que me enteré
yo también) su próximo enlace conmigo.
No me sorprendió la noticia; hay que recordar que, después de todo,
mi supuesta belleza había impresionado al rey; y que el rey, como tal, podía
decidir lo que le diera la gana con respecto a un súbdito más. Y me
pareció tierno por parte del monarca que con objeto, supongo, de hacer la
consumación del matrimonio un poco menos vergonzosa, se dedicara a charlar
ampliamente conmigo semanas antes de la boda. El rey era dulce, aunque desde un principio
no lo vi muy inteligente, y en lugar de decir “yo” decía “nosotros”, todo
el tiempo. Por estas charlas me enteré un poco de cómo funcionaban
las cosas en Sklsfpnnk.
Según pasaron los días, fui perdiendo esperanzas de despertarme de
ese extraño sueño. No me quedé quieta; muchas veces solicité
mapas y servicios de comunicación, pero no obtuve el menor resultado. Ningún
sitio me era conocido, ningún rasgo de historia; no había nada que
se pareciera al continente americano, o al europeo, o al asiático. Aunque
al principio había esperado encontrarme en un set cinematográfico colosal,
o en un campamento de juego de rol en vivo, no pasaba nada. "Chispazo"
no tenía nada de mecánico. Rita y Maxím eran reales. El rey
me había besado la mano.
Y, lo que era peor, el país tenía todo el ambiente de un cuento de
hadas malo. Todos los habitantes de la villa-fortaleza, aunque obviamente pobres,
vivían felices; no ocurrían incidentes en particular, nadie se quejaba
de la política, que, a decir verdad, era un completo desbarajuste. Lo único
que me quedó más o menos claro fue que el dinero de las arcas reales
venía de impuestos al pueblo, pero de dónde venía el dinero
del pueblo, nunca lo supe. El rey se la pasaba en sus habitaciones, meditando, y
de vez en cuando concedía audiencias a súbditos que nunca iban a hablar
de asuntos en realidad importantes. Maxím comía demasiado, bebía
demasiado y se la pasaba demasiado en fiestas. Y a nadie le importaba.
Al pensar en la obra de teatro que se había representado la víspera
de mi partida, se me ponía la carne de gallina. Era uno de esos momentos en
los que mi mente prefería escapar, irse a reflexionar sobre otra cosa, antes
que darse cuenta de que lo que había pasado era, en realidad, demasiado extraño.
No tuve necesidad de guardar de recuerdo la cuchara que me había transportado
a semejante lugar, porque en todos lados había millones de ellas. Cucharas
de metal, y con marca grabada, en un sitio donde no había agua corriente.
Y como si eso fuera poco, papel. Papel de todas clases: cartulina, cartoncillo,
pliegos de papel de china, cuadernos tamaño carta con resorte de plástico.
Para volverse loco.
La víspera de mi boda, descubrí un par de cosas muy interesantes. Insomne,
rondaba por el castillo, cuando un ruidillo peculiar hizo que me dirigiera al sótano.
En el sótano había únicamente dos enormes cuartos: la caja fuerte
del tesoro real, y uno que se decía era el cuarto de torturas. Yo ya sabía
que, si bien Sklsfpnnk parecía estar en guerra con el resto de los países
registrados en los mapas, las guerras siempre se llevaban a cabo en sitios remotos
(y en cuanto a soldados, ni hablar, porque nunca me tocó ver al ejército
más que en desfiles y siempre eran los mismos y cuando el rey decía
que había mandado a sus hombres a luchar a tal otro país, nunca tuve
la menor idea a quienes se refería); y los prisioneros, según me decían,
se los daban inmediatamente a comer a "Chispazo".
Era de esa dichosa cámara de tortura de dónde venían los sonidos
más fuertes. Voces altas, choques metálicos. Muerta de curiosidad,
me asomé.
A punto estuve de gritar. El sitio era idéntico a uno de los camerinos de
mi adorado teatro, con espejos y todo. Espejos. Espejos. Y, en el centro, sobre la
misma alfombra, había una fogata, con un caldero lleno de algún líquido
hirviendo. Y en torno al caldero, había siete figuras, todas con larga barba
blanca y túnicas bordadas de estrellas, y sombreros en forma de cucurucho.
Los siete hombres, tomados de la mano, estaban entonando un cántico extraño.
Y algo estaba apareciendo en el líquido del caldero. Por fin, uno de ellos
metió la mano y, de una nube de vapor, sacó una bolsa de azúcar
refinada.
- Bueno, ya está - dijo, con voz de muchacho -. Café, azúcar.
¿Qué más falta?
- No sé - dijo otro, y se quitó del rostro un pedazo de lana -. Yo
creo que deberíamos de tomarnos un descanso, o hacer algo para nosotros.
Uno a uno, los siete hombres se fueron quitando sus barbas artificiales y limpiándose
con ellas el sudor de la cara.
- Eso depende si Maxím... - comenzó el que había hablado primero.
- Maxím, el rey, a quién le importa - dijo otro, tronándose
los dedos -. ¿Qué es lo que te está comiendo la cabeza, eh,
Yura?
- No sé - respondió el aludido -. La reina consorte, creo...
Su suspiro me habría conmovido, a no ser porque unas pisadas me obligaron
a retirarme a toda prisa. Me hice a un lado, justo a tiempo para que Maxím
y uno de sus compañeros de parranda entraran al camerino.
El grupo de jóvenes magos los saludó como si se trataran de cualquier
persona. Maxím sacudió la papada y, mirándolos de arriba a abajo,
les dijo:
- Mañana es la boda. Una lástima.
- Sí - alcancé a oír apenas al llamado Yura.
- Y mi padre va a hacer una donación de caridad a la iglesia. Una cantidad
bastante fuerte.
- ¿Oye, tu padre todavía...? - alcanzó a preguntar otro mago.
Maxím lo interrumpió.
- Eso significa que por hoy, el plan se cancela.
De todas partes surgieron expresiones de desacuerdo.
- Ya, pues - la voz del primer mago superó a la de los demás -. Qué
podemos hacer. Mejor vamos a divertirnos un poco.
Se paró frente al caldero, entonó algo que me sonó a música
disco, y sacó del recipiente una revista pornográfica. Los demás,
excepto Yura, que se quedó sentado en un rincón, se rieron y se abalanzaron
sobre el objeto, coreando cada comentario aprobatorio.
- Mira, si te digo que esto está mejor que el concurso de belleza del diez
de mayo...
- Sí, aquí tampoco puedes tocar, pero puedes acercar los ojos hasta
donde quieras...
- ¿De veras habrá quién se preocupe por las cucharas y el papel?
La magia sirve para cosas mucho más interesantes...
Tras diez minutos de no variar la plática, consideré que ya no lo haría
y que ya había visto lo suficiente.Me dejó intrigada Maxím,
y me prometí a mí misma que un día de estos iba a averiguar
qué era de lo que estaba hablando. No sonaba nada bien.
Pero, por ahora, tenía otras cosas de las que ocuparme.
Mi boda se realizó con toda pompa, pero de ahí en adelante no tuvo
nada de particular. Mi vestido, que parecía sacado del catálogo más
moderno, tampoco. Mi real esposo, mucho menos. El banquete de celebración...
bueno, por lo menos de esto sí hay algo interesante qué contar.
Celebramos en uno de los salones más enormes del palacio. "Chispazo",
que para la ocasión se había enredado un tapete en el pescuezo, nos
espiaba, pero sin lamerse los bigotes, ya que, bien sabía, la provisión
de prisioneros de guerra se había agotado en su foso para celebrar la ocasión.
El rey me presentó a cientos de personas; funcionarios, nobles, y por supuesto
a su grupo de siete magos, que, por alguna razón, siempre se aparecían
en público con las barbas de lana bien puestas y los cabellos oscuros cubiertos
de ceniza. Uno por uno, me saludaron respetuosamente y dijeron su nombre. No me pasó
por alto la mirada triste de Yura. Sí, el muchacho me empezaba a simpatizar.
Me agradaba. Era la primera persona, aparte del rey, que mostraba un genuino interés
en mí. Por supuesto, no me había pasado por alto, a la hora de las
presentaciones, que mi supuesta belleza sólo estaba en los ojos del rey. Oh,
y de ese mago, más joven y no mal parecido. ¿Por qué, entonces,
había de no creer en la magia? Nunca lo había visto en mi vida, pero
podría jurar que él estaba enamorado de mí. ¿Tenía
qué creérmelo, o no? Bueno, el príncipe de Blanca Nieves tampoco
la había visto en su vida, y se casó con ella (o por lo menos se la
llevó a vivir a su casa) inmediatamente.
Entonces vino lo interesante.
El rey se puso de pie. Un ministro anunció que tenía un mensaje especial
que dar del día de su boda.
- Amados súbditos - comenzó, queriendo sonar tan familiar como cualquier
político, pero al mismo tiempo con su dejo de condescendencia -, tenemos que
decir que no hemos pasado otros momentos tan felices desde el día que nuestro
querido hijo, aquí presente, vino al mundo.
Maxím estaba muy ocupado comiéndose un cerdo entero.
- También tenemos que anunciar - continuó el rey -, que, para que todo
el pueblo compartiera nuestra felicidad, habíamos planeado hacer una donación
de caridad a la iglesia, lo suficiente para que cada uno de los pobres de nuestra
villa no volviera a pasar hambre en seis semanas. Pero, ay, ya no podremos hacerla.
Tenemos la pena de decir, amados súbditos, que el tesoro real, una vez más,
ha sido saqueado.
¿Una vez más? Se levantaron exclamaciones generales de asombro.
Miré a Maxím de reojo. Maxím se había detenido a mitad
de un mordisco y, con la mirada torva, estaba observándome a su vez. No pude
evitar hacerle una gran sonrisa. Los ojos se le desorbitaron.
- Por lo tanto - concluyó el rey -, amados súbditos, una vez más
hemos de autorizar el aumento del precio a la canasta de productos básicos,
con nuestra promesa y nuestra palabra de honor de que, apenas nos sea posible, haremos
una generosa donación a la iglesia. Hemos dicho.
El banquete de bodas se había puesto mortalmente silencioso. Los siete magos
comenzaron a revolverse nerviosamente en sus asientos. Yo, por mi parte, seguí
sonriéndole a Maxím y diciéndole, sólo con la mirada,
que sabía algo.
El festejo se terminó abruptamente. Rita me acompañó a mis habitaciones
a cambiarme, sin dejar de llamarme “Su Majestad” e insistiendo en que ahora lo que
más debía importarme en el mundo era la felicidad de “Su Majestad”.
Por supuesto que era obvio, pero no dejó de divertirme pensar, nada más,
a cuál de los tres “Su Majestad” se estaría refiriendo, y considerando
la remota posibilidad de que tal vez fuera yo, y no el buen rey, o el hijo de perra
de Maxím.
Ahora bien, si hay un pensamiento general con respecto al matrimonio es que en el
matrimonio siempre hay sexo. Pueden preguntárselo a quien deseen. No serán
sinceros, por supuesto, pero es algo que siempre tendrán en la cabeza: cuando
les hablen de matrimonio, lo primero que pensarán es en sexo. Algo que me
parece francamente ridículo de todos los matrimonios, y que, entre otras razones,
ha sido el motivo de que no me vuelva a casar. En mi época de estudiante,
asistí a una que otra boda, y todas me parecieron un verdadero teatro. Eran
como un anuncio público de “ahora sí me voy a poder acostar lícitamente
con esta otra persona”. Pero en fin, por lo menos en la mayoría de los casos,
el matrimonio va acompañado de sexo, y lo que me ocurrió, supongo,
es una reacción natural: fui al sexo, perdón, al matrimonio, con un
sentimiento de general y absoluta curiosidad. Pues sí, a menos que
haya otras cosas, por ejemplo amor, involucradas, el primer encuentro sexual de uno
es más curiosidad que otra cosa. Y un poquito de terror.
La curiosidad se fue tan pronto como se fue el terror. Y, después de esto,
no quedó nada. El rey y yo dormíamos en cuartos separados, que porque
esa era la costumbre, y una vez a la semana (que luego se fue espaciando hasta ser
una al mes, y luego nada) el rey me visitaba, pero no se quedaba a dormir. Así
de sencillo. Muerta la curiosidad, acabó todo lo demás.
Como reina de Sklsfpnnk, no tenía más función que la de amante
del rey y compañera en ceremonias. Por lo menos eso era lo que Rita no dejaba
de insinuarme. Pero, por supuesto, no iba a conformarme con eso nada más.
La actitud de Maxím ante el anuncio del rey sobre el encarecimiento de la
comida aún me tenían intrigada. No volví a visitar el camerino
de torturas, ni a espiar a los magos, pero hice muchas preguntas. Me enteré
que el rey subía el precio de los productos básicos más o menos
cuatro veces al año, y el motivo era siempre el mismo: saqueo de las arcas
reales. ¿Pues quién vigilaba el tesoro? Bueno, nadie, pero ahí
estaba “Chispazo”, y los siete magos tenían su laboratorio de prácticas
en la ex-sala de torturas, al lado de la caja fuerte. Me pregunté si era que
los habitantes de Sklsfpnnk estaban ciegos o tontos, o si de veras no les entraría
en la cabeza que la persona que efectuaba los robos estaba dentro del mismo palacio.
A Maxím (por supuesto que era él; no hacía falta una mente de
genio para darse cuenta) no fue nada difícil seguirle la pista. Nada difícil.
Bastaba con asegurarse de que el real esposo estuviera profundamente dormido, disfrazarse
un poco, y, con mis pasos de tramoyista bien entrenado, seguir al príncipe
por una escalera lateral a las afueras del castillo, a casa de un amigo que ya estaba
bien fichado en mi mente. No tenía que entrar. Bastaba con oír el alboroto
y presenciar la entrada de cantidades fenomenales de comida y cerveza. El príncipe
y sus amigos, los siete magos incluídos, daban una fiesta semejante más
o menos cada tercer día. Después, sólo tenía que acercarme
al foso del castillo, llamar suavemente a "Chispazo", que, tras arreglar
algunas diferencias y hacerle probar papas hervidas con chocolate, se había
convertido en mi mascota personal), encaramarme a su cuello y dejar que él
me subiera hasta los parapetos del castillo, desde donde ya era sencillo deslizarme
a mi habitación sin ser vista. Sí, bastaba eso para darse cuenta dónde
estaba el dinero del reino. En el reino, por supuesto, pero no precisamente dentro
de las arcas reales.
Una vez le comenté al rey que, si sus magos eran tan buenos para aparecer
de la nada cucharas, azúcar, café y papel (no mencioné, por
supuesto, aquella revista), por qué no habían tratado de sacar dinero
de su famosa olla. Mi esposo me contestó que sí, que ya lo habían
intentado, pero que sólo habían conseguido extraer un montón
de papelitos cuadrados que tenían un olor extraño y que a nadie le
interesaron. Por lo tanto, la única manera de conseguir dinero seguían
siendo los impuestos y los productos básicos, corporativa real.
Dejémonos pasar seis meses en los que no me decidí aún a mover
un dedo contra Maxím, en parte porque no tenía pruebas suficientes
y en parte porque había otras cosas en las que preocuparme. Mi esposo era
una de ellas. Yo siempre había creído que no se había dado cuenta
de que Maxím y yo no nos hablábamos, o en todo caso, que no le importaba,
pero no era así. Estaba preocupado por la estabilidad familiar. Tres meses
y una semana después de la boda, había comenzado a beber. Y, a diferencia
de su hijo, que podía acabarse un tonel de vino sin que le fallaran las piernas,
el efecto en el rey resultó desastroso. Con una botella por noche, jamás
lo volví a ver sobrio. Comenzó, al igual que Maxím, a salir
al atardecer, sin escolta, pero con el manto y la corona. Por Rita, me enteré
que se la pasaba hasta altas horas de la noche (que, para un sitio donde no se cuenta
con energía eléctrica, es muy tarde) recorriendo las tabernas del pueblo,
y, olvidándose del nos real, diciendo que la relación entre su esposa
y su hijo lo hacía muy infeliz. Lo cual, por supuesto, dio lugar a muchas
malas interpretaciones. El ambiente se puso tenso.
En mis paseos por la villa, a solas, a veces disfrazada y a veces de reina, me pareció
notar una actitud peculiar en la gente. La mayoría se comportaban como si
fueran actores de una obra que se hubiera prolongado ya demasiado tiempo. Cansados,taciturnos,
con parlamentos fingidos que se apresuraban a cortar.
¿Qué podía hacer? ¿Era mi prioridad ayudar al rey, o
hacerle la vida imposible a Maxím? Opté por lo primero. El rey, antes
que nada, era mi esposo, y aunque hubiera matado mi curiosidad, había sido
bueno conmigo.
Una noche me dispuse a salir a buscarlo. Me puse el traje de reina, pero iba decidida
a ir sola. A la vuelta de un pasillo, me tropecé con la persona más
inesperada. Maxím.
Traía puesta una bata de baño, un modelo que sólo pudo haber
conseguido a través de sus amigos los magos. Estaba en la puerta de su habitación.
Ese día no le tocaba ir de parranda, por tanto, lo que hacía era que
ordenaba a Rita que le llevara una cena para veinte personas a su cuarto. Rita, por
supuesto, lo haría, y no me costaba trabajo imaginarme lo que ocurriría
luego: la pobre y enamorada Rita, con la actitud suplicante de un animalito que no
necesita más que eso para vivir, y Maxím rechazándola
y haciendo que se humillara. Siempre que veía a Rita sufrir en silencio, me
prometía que iba a hacer algo al respecto. Bueno, ya era hora.
Maxím correspondió a mi mirada con la misma frialdad. Después,
me dirigió la palabra por primera vez en seis meses.
- No eres la mitad de reina que fue mi madre - dijo.
- Y tú probablemente eres el doble del hijo que le pude haber dado yo a tu
padre - contesté, señalando discretamente sus dimensiones.
Maxím frunció el ceño de tal forma que creí que la piel
de la frente se le desprendería.
- ¿No deberías ponerte a dieta, Maxím? - continué acicateando
-. Mírate nada más. Un poco más, y no vas a poder moverte. Y,
si sigues comiendo de esa manera, uno de estos días te vas a morir de una
congestión.
Maxím iba a alegarme algo, pero se quedó callado. Me pareció
que había considerado poco prudente perder la compostura.
- No creo necesitar recordarte, reina, con quién estás hablando y por
qué - dijo, con una calma muy inestable -. Y que me debes respetar porque
soy el hijo de mi padre.
- En ese caso, vámonos respetando los dos, porque yo soy la esposa de tu padre
y tu madre, que en paz descanse, era tan esposa de tu padre como yo - contesté
-. Hasta ahí estamos bien, ¿no?
- ¿Qué estás haciendo aquí? - preguntó de pronto
el príncipe.
- Busco a tu papá, precisamente. ¿No lo has visto?
- Creo que salió. No esperaba menos, con una esposa como tú.
Me reí.
- Y con un hijo como tú, ¿qué es lo que puede esperar uno? Las
arcas reales vacías más o menos cada cuatro meses, y eso porque el
príncipe heredero no puede amarrarse la boca y festejar con un poco más
de sobriedad que el sol se puso y salió la luna. ¿No es verdad, oye?
Maxím casi dio un salto. Bueno, ya había hablado. Quizás hubiera
ido demasiado lejos, pero, en todo caso, ya era tarde para dar marcha atrás.
Maxím contrajo la cara. Su expresión de furia me asustó más
que la cara de "Chispazo" el día de mi llegada al reino. Mentalmente,
dio un paso atrás, porque si lo hubiera hecho físicamente quizás
el príncipe me hubiera soltado un golpe. Traté de sostenerle la mirada.
- Cuídate mucho, reina - dijo.
- Cuídate tú también, hijo mío.
Entró en su habitación y cerró la puerta de un golpe. Me di
la vuelta y casi eché a correr a mi cuarto. Puse los pestillos.
El corazón me estaba latiendo con fuerza, casi a punto de romperme las costillas.
Me sentía llena de una emoción extraña, una excitación
casi salvaje. Por fin le había hecho frente a ese idiota. Pero, al mismo tiempo,
otro sentimiento había comenzado a metérseme: el miedo.
Las últimas palabras que Maxím había dicho, eran, por donde
quiera que uno las pudiera ver, una amenaza. Y, aunque no me constara, presentía
que Maxím era capaz de hacer cualquier cosa si se sentía en peligro.
En su lugar, lo que yo haría sería quitar de en medio a la persona
estorbosa. Y, bueno, Maxím tenía a sus aliados magos. Era casi seguro
que intentaría callarme la boca de cualquier modo. Así, todo mi pensamiento
de ayudar a mi querido esposo se perdió, y lo sustituyó el mucho más
urgente de salvar mi propio pellejo.
Hacia la media noche, ya lo había decidido. Maxím se dormía
profundamente tras una cena pesada; sus ronquidos solían resonar por los pasillos.
Cuestión de escurrirme a su habitación, ponerle una almohada en la
cabeza y aguantar así unos minutos. Lo había visto una vez en una pieza
teatral. Temblando, aferré el cojín más pesado que pude hallar
en mi cama, y salí de mi habitación.
Mis pies descalzos no produjeron el menor ruido. De hecho, no se oía absolutamente
nada en el corredor. Ni siquiera los ronquidos de Maxím. Desconcertada, pero
aún decidida, seguí avanzando.
Abrí la puerta. Había una vela, una sola y a punto de consumirse, iluminando
el cuarto. La mitad de la cena de Maxím, que no era poca, estaba aún
en la mesa. Y Maxím estaba en la cama. Cuando le vi la cara, dejé caer
el almohadón.
El príncipe estaba completamente inmóvil. Tenía los ojos abiertos,
pero uno de ellos estaba totalmente vuelto hacia arriba. De la boca se le escapaba
un líquido maloliente. El cuerpo, laxo, estaba desparramado en la cama, como
una bola de manteca a medio derretir.
Armándome de valor, le puse la mano en el cuello. Mis dedos tuvieron que hundirse
un poco. No encontré pulso. Nada.
- Oh, Dios - empecé a murmurar -. Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios....
Congestión estomacal, seguramente. Demasiada comida y bebida. El tipo estaba
muerto, y yo no había tenido que mover un solo dedo. Pero aclaremos las cosas.
Por el momento, la situación distaba mucho de alegrarme. Estaba asustada.
Realmente asustada. Me sentía como si de veras hubiera sido yo quien
lo había matado. Sin pensar, lo tomé de una pierna y, a rastras lo
saqué de la habitación.
No sé cuánto tiempo me tomó arrastrarlo hasta los parapetos,
pero cuando salí, las estrellas ya estaban abandonando el cielo. Le había
metido a Maxím un extremo de su bata en la boca, para que no fuera a regar
líquidos por todo el trayecto. Lo solté para tomar un respiro, y después
lo empujé al borde del parapeto.
- "Chispazo", "Chispazo" - susurré -. Bisshu, bisshu,
bisshu. La cena, cariño. Ven acá.
Las aguas fangosas del foso comenzaron a moverse. Y en el momento en que me disponía
a arrojar el cuerpo, una canción rompió el silencio de la madrugada.
Una canción. Una canción de borracho. Una voz pastosa que identifiqué,
sin lugar a dudas, como la de mi esposo el rey. Sí, la figura que estaba bailando
en una almena, con el manto al aire, no podía ser otra persona. Me quedé
mirándolo, sin poder moverme, esperando que de un momento a otro ocurriera
lo que, efectivamente, ocurrió.
Uno de los pasos de baile que dio el rey se apoyó en el vacío. Me pareció
que el rey no dejó de cantar y bailar ni siquiera al ir cayendo, directo al
foso y a las fauces de "Chispazo". De abajo me llegó un violento
eructo. ¿Qué podía hacer entonces, más que arrojar a
mi vez el cadáver de Maxím, y desear sinceramente a "Chispazo"
buen provecho?
Totalmente aterrorizada, corrí a mi cuarto, murmurando igual: Oh, Dios, oh,
Dios, oh, Dios. No sabía qué hacer. Me miré al espejo. Mi cara,
que no había cambiado a pesar de ser esposa de un rey y amor secreto de un
mago. Mi pelo crespo, mi nariz grande... Y entonces, al verme con cuidado al espejo,
y pensando precisamente en los siete magos, se me ocurrió una idea. Puse una
candela boca abajo, y mientras la cera derretida iba cayendo sobre una charola, con
unas tijeras de marca empecé a cortarme el pelo. Quemé el extremo de
una astilla de mi cama, y con el extremo carbonizado comencé a pintar líneas
en mi rostro. Pasé el resto de la noche en vela, ensayando, armando, deformando.
Según me enteré más tarde, el reino entero había entrado
en conmoción al enterarse de lo ocurrido. El príncipe heredero, Maxím,
se había escapado a una provincia lejana con la esposa de su padre; ahora
quedaba claro que esos dos habían sido amantes mucho tiempo. Mucha gente los
condenó, sobre todo a la reina, esa ninfa de los bosques que había
aprovechado su juventud y su belleza para destrozar el corazón de un hombre
ya mayor. Del igualmente joven y susceptible Maxím no se habló tanto;
después de todo, él seguía siendo el hijo de su padre. El rey,
abrumado por la pena, se había encerrado en la habitación de su esposa,
y había declarado que no iba a salir ni hablar con nadie hasta que se sintiera
un poco mejor.
Porque, por supuesto, no iba a arriesgarme a salir sin haberme quedado completamente
satisfecha con mi nuevo disfraz, y sin que mi improvisado maquillaje estuviera perfecto.
Una vez más, mi amor por el teatro me había salvado. Cuando, una semana
después, me arriesgué a salir, a nadie le sorprendió que el
rey, por culpa del dolor, hubiera cambiado un poco. A mí sí que me
sorprendió que mi arriesgada idea diera resultado. Pero bueno, los habitantes
de Sklsfpnnk nunca parecieron ser muy listos, y muy pronto llegué a sentirme
totalmente segura tras mis líneas de expresión sutilmente dibujadas,
la barba que me había hecho con cera y con mis propios cabellos, y el cojín
que hubiera matado al príncipe, ahora parte de mi barriga de sedentarismo.
Cada que podía, me miraba al espejo, y yo misma no sabía a qué
atribuír el que el parecido me hubiera salido tan perfecto. Ahora yo era el
rey.
Lo primero que hice, apenas entré de lleno al poder, fue convertir a Rita
en mi secretaria personal. La pobre muchacha, seguramente, había sufrido mucho
con la pérdida de Maxím. No lo mencionaba nunca, pero sospechaba que
en privado había derramado lágrimas por él. Por mi parte, Rita
fue una valiosísima ayuda para irme enterando, poco a poco, de las actividades
del rey. Aunque planeaba modificar algunas cosas, no consideré prudente un
cambio radical de actitud, así que con frecuencia le pedía a Rita de
que me hablara de los viejos tiempos que ya nunca volverían, y de la persona
que era yo... nosotros, pues; lo que más trabajo me había dado era
acostumbrarme a hablar en “nos”. También, de nuevo para disimular, le pedía
de vez en vez que me hablara de mi segunda esposa, y por medio de esas conversaciones
me fui enterando de que, a pesar de mi supuesta relación con el hombre a quien
ella quería, Rita había llegado a tenerme afecto. A la reina, pues.
Mayo se me vino encima. Dos semanas antes, Rita me dijo que le extrañaba mucho
que su Majestad (que a Dios gracias, era ya una sola persona) no hubiera hecho nada
de los preparativos del festejos del mes de mayo.
- Nuestra cabeza aún lleva la pena encajada - le contesté -, y en medio
de tanta confusión, se nos ha olvidado. Por eso te pido, querida Rita, que
nos refresques la memoria. ¿Qué es lo que solemos hacer en el mes de
mayo?
Y Rita me contó que en mayo se hacía una celebración anual que
incluía toda clase de festejos, ceremonias, y varios concursos; uno de belleza
y otro de teatro. Aunque lo último me llamó poderosamente la atención,
disimulé. Rita me aclaró, sin que yo se lo pidiera, que lo único
que tenía que hacer era anotar una cantidad de dinero que se usara en los
festejos por parte del palacio, y que se lo diera a mi administrador real, y que
lo demás corría de cuenta del pueblo.
La gente había cambiado. Ahora parecían actores a los que se les hubiera
dado un nuevo guión, con el que estuvieran más entusiasmados. Los siete
magos, con quienes crucé palabra no más de dos veces, parecían
demasiado desconcertados con la desaparición de Maxím como para hacer
otra cosa que obedecer órdenes, incluso el demacrado y obviamente entristecido
Yura. Y sus órdenes eran, por esta vez, producir tanto papel de china como
fuera posible, ya que las calles tenían que adornarse con tradicionales flores
recortadas.
Visité las arcas reales. Era para sorprenderse lo mucho que se habían
reducido los gastos del palacio sin Maxím. Calculé que podríamos
darnos el lujo de derrochar un poco en los festejos del mes de mayo. Y en un segundo
en el que comprobé que nadie me estaba viendo, envolví en un trapo
un puñado de monedas y lo escondí entre mis ropas.
Sí, efectivamente, el administrador real se hizo cargo de todo, mientras yo,
encerrada como solía hacer el rey, me dedicaba frenéticamente a escribir
una obra de teatro para enviar al concurso. No tardé mucho, porque mis magos
me habían sacado una pluma desechable del caldero y porque el trabajo era
en realidad una copia de algo que había escrito anteriormente. Tan pronto
como estuvo lista, fui a enterarme de las bases del concurso. El jurado estaría
compuesto nada menos que por la noble sociedad de autores de Sklsfpnnk, y, por supuesto,
había que mandarles los trabajos sellados y con pseudónimo. La obra
ganadora se elegiría de antemano, para que el grupo nacional de actores la
representara al final de los festejos de mayo. Hasta entonces, sería un secreto
que ni siquiera el rey podría conocer.
Pensé un poco antes de mandar mi manuscrito. Al final, lo sellé, escribí
el nombre de mi vieja prima, masculinizado, e hice que lo enviaran a la noble sociedad.
Y unos días más tarde, hice llamar a Rita y, con todo el secreto del
mundo, la mandé a visitar al presidente de la noble sociedad de autores de
Sklsfpnnk con una bolsa que contenía el dinero que me había apartado
del tesoro real y un mensaje: “Su Majestad quiere que sea usted generoso con....”
y aquí el nombre masculinizado de mi vieja prima. Tras haber hecho esto, no
pude dormir.
Los festejos del mes de mayo no se diferenciaron mucho de cualquier fiesta religiosa
en algún pueblo. Hubo banquetes, fiestas, incluso juegos mecánicos,
por supuesto, con todo lo que una tecnología poco avanzada pudiera proporcionar.
De muchas partes llegaron héroes que alegaban de hazañas extraordinarias.
Lo único que no me gustó fueron los concursos de belleza. Consistían
en ver desfilar grupos de mujeres y hombres desnudos delante de todo el pueblo, mientras
que la gente, sin ninguna misericordia, les iba señalando sus defectos. Al
final, al hombre y a la mujer que hubieran recibido menos abucheos se les declaraba
ganadores y recibían un premio, un ramo de flores o algo así de ridículo,
que tenían que recibir sin haberse puesto, todavía, prenda alguna.
Y tuve que presidir el espectáculo, y tragarme las caras y las payasadas de
algunos pasados de la raya.
No hay necesidad de aclarar que si había un día que yo estaba esperando
con verdaderas ganas, era el final, el del concurso de teatro. Cuando anunciaron
el nombre del trabajo ganador, no me sorprendí. Y al abrir el sobre cerrado
donde venía el verdadero nombre de los participantes, y avancé a recibir
los honores, ninguno de la noble sociedad de autores de Sklsfpnnk me miró
mal. Estaban tan sorprendidos como el resto de la gente. El presidente se puso a
hablar de las cualidades dramatúrgicas escondidas del rey. Me pregunté
si sólo él, y no los demás miembros de la sociedad, sabrían
de mi soborno, y durante una media hora me sentí muy mal, casi con ganas de
llorar. Pero más tarde, el ver una obra mía representada por primera
vez borró todo sentimiento de culpa, e incluso me hizo olvidar que quizás
había incurrido en una indiscreción importantísima: el soborno,
la obra, el interés por el teatro, ¿no sería algo que para nada
tuviera que ver con el verdadero rey?
Las inquietudes tuvieron su tiempo, y se fueron. Los meses pasaron volando. El día
de la desaparición de Maxím y la reina, dicté luto nacional
y pronuncié un discurso muy elocuente en el que declaraba que no les guardaba
rencor y que deseaba que fueran muy felices, donde quiera que estuvieran. Por entonces,
tan sólo "Chispazo" y yo sabíamos lo que realmente había
ocurrido.
Poco a poco me fui volviendo más osada, y me puse a hacer cambios y más
cambios. Primero, fue el asunto de las guerras. Poniéndome a examinar documentos
y datos traídos de boca por los jefes de mis ejércitos (que eran siempre
los mismos) me di cuenta de que, en realidad, el motivo principal de las declaraciones
de guerra de mi país era conseguir alimento para "Chispazo". "Chispazo",
que por cierto había pescado una diarrea terrible tras comerse al príncipe
y al rey, ya estaba muy acostumbrado a su dieta de papas hervidas con chocolate,
y de vez en cuando le daban un criminal común. Así que, puesto ese
asunto en claro, mis embajadores partieron hacia los cuatro puntos cardinales a firmar
tratados de paz.
Mi administrador se convirtió, bajo mis órdenes, en la cabeza de un
parlamento en el que cada miembro se ocupaba de una parte del reino. Dividir el trabajo
de esa manera no había sido nada fácil, pues cada mapa de Sklsfpnnk
que se me mostraba era diferente al otro, y nadie se ponía de acuerdo sobre
cuáles eran los límites verdaderos del reino. Unos decían que
no pasaba de la ciudad amurallada, otros que se extendía más allá
de donde se ponía el sol. En fin, harta de tantas diferencias, junté
todos los mapas, dibujé yo misma uno en donde se juntaban todas las regiones
que aparecían en los demás y se los eché a la cara a mi administrador,
para que él mismo los dividieran en diez partes. De ese modo, cada funcionario
(elegido por votación de entre los habitantes de la región correspondiente)
se ocupaba de manejar sitio por sitio, registrar la opinión pública
y otras acciones políticas. Cada mes hacíamos una reunión para
ver cómo iban las cosas. Y las cosas, al parecer, iban bien. Sin aumentos
a los productos básicos y con estímulos al comercio independiente,
la vida de la gente mejoró. Al parecer, todo el mundo estaba contento.
Sí, y se me hacía muy raro. A veces pienso si con mis acciones no estaba
buscando, en realidad, ponerme una soga en el pescuezo. Pero nada ocurría.
Me extrañaba sobre todo de Rita, que era quien pasaba más tiempo conmigo.
Y del administrador. Ya no me dejaba satisfecha la teoría de que los habitantes
de Sklsfpnnk eran simplemente tontos y por eso no se daban cuenta de nada. Algo tenía
que pasar, antes de que me dejara el brazo rojo de tanto pellizcarme.
Y sí, pasó algo. Un día, mi administrador me llegó con
una noticia que, de algún modo, ya me esperaba: que un sector de mi reino
estaba descontento.
- Su Majestad - llamó suavemente a mi puerta.
Levanté la vista de mi escritorio; me había encerrado a escribir una
obra de teatro, esta vez original. Mayo del nuevo año estaba ya cerca.
- Estamos ocupados, administrador - respondí -. ¿Es urgente?
- Sí, su Majestad.
Antes de abrir la puerta, como siempre que lo hacía, verifiqué en un
espejo si mi barba estaba en su sitio. Para entonces, sólo me la quitaba para
dormir y para bañarme, y las dos actividades eran algo que yo no realizaba
a menos que tuviera tres cerraduras de por medio.
- ¿Qué sucede, administrador?
- Hay rumores de rebelión, Majestad - contestó el administrador; se
veía algo pálido y estaba muy serio -. Lo sé de buena fuente.
- ¿Rebelión?
- Los magos, su Majestad. Parece que su descontento dura ya mucho.
- Bueno, pudieron haber abierto la boca - dije, pensando para mis adentros que a
lo mejor a mí también me hubiera hecho enojar el que me privaran de
mis bacanales de un día sí y otro no.
- Parece ser que intentan un golpe de estado.
- ¿Qué? - tan sólo siete tipos, pero siete tipos que podían
hacer maravillas con un caldero mugroso que estaba en el camerino-laboratorio de
magia. Pero, si no habían hecho nada hasta entonces...
- ¿Son ellos solos? ¿No sabes si hay alguien que los dirige? - pregunté.
- Oh, sí, Majestad - asintió frenéticamente el administrador
-. Víctor.
- Víctor - repetí en voz baja. El nombre no me sonaba en lo absoluto.
- ¿Qué podemos hacer, Majestad? - insistió el administrador
-. No podemos arrestarlo así nada más. Al parecer, él y los
magos ya han estado hablando con muchas personas, y es posible que ya cuenten con
seguidores. Si lo ejecutamos, las cosas podrían empeorar.
- No, no - de cualquier modo, la violencia inmediata nunca había sido mi política
-. Espera un poco, administrador. Necesitamos pensar. Te llamaremos en unos minutos,
¿sí?
Cerré la puerta en sus narices. Ahora recordaba. Sí, mi difunto esposo
me había mencionado a ese tal Víctor una vez. Víctor era un
encargado de los establos. De hecho, el encargado del caballo favorito del rey. Un
detalle crucial que se me había pasado a lo largo de toda mi farsa: al rey
le encantaban los paseos a caballo. El rey no me había comentado gran cosa
de Víctor, su mozo de cuadras, salvo que era un muchacho muy inteligente.
Si Víctor era de verdad tan inteligente, y llevaba cerca de un año
cuidando de un caballo que nadie montaba, posiblemente ya hubiera sospechado algo.
Quizás, incluso, supiera la verdad. Me extrañó ver lo poco que
me preocupaba la situación. Se me hizo tan raro darme cuenta de que me sentía
preparada para correr a la menor señal de peligro, y que lo único que
podía lamentar de dejar atrás de la vida que estaba llevando era lo
del teatro. De cualquier manera, no iba a dejar que las cosas siguieran su curso
sin aclaraciones, así que llamé a mi administrador y le dije que me
entrevistaría con Víctor yo misma, es decir, nosotros mismos, en su
lugar de trabajo. El administrador pareció inquietarse mucho, e insistió
en que, por lo menos, me llevara a la guardia real. Poco después, me vino
con la noticia de que Víctor estaba listo para verme en cualquier momento.
Por lo menos sabía dónde se encontraban los establos, aunque nunca
me había metido a ellos. Seguí los pasos de mis guardias. Bajamos a
uno de los patios laterales. Ahí, frente a las caballerizas, nos estaba esperando
un hombre alto, que llevaba puesto un kilt y nada más.
Bueno, creo que me ha llegado el momento de meterme con asuntos escabrosos, y de
arriesgarme a que las personas que leen esto me juzguen mal. Pero espero que un poco
de comprensión ayude a suavizar las cosas. Pues lo primero que pensé
al ver a Víctor por primera vez, fue que no había conocido a un ser
humano más perfecto.
Víctor tenía la espalda ancha, y los músculos se le marcaban
desde el estómago hasta el cuello. Los brazos, brillantes de sudor, eran gruesos,
pero no deformes. Su piel tenía el color oscuro de quien pasa mucho tiempo
al sol, claro, con la ayuda de un buen bronceador, pero su cabello, que le llegaba
a los hombros, era rubio, y sus ojos muy azules. La nariz recta, los labios gruesos,
las pestañas largas. Era un rostro hermoso, pero, al mismo tiempo, muy varonil.
Lo lamento, pero no pude menos de estremecerme al verlo.
- Víctor - tartamudee.
Entonces, él se volvió a mirarme. Sus ojos azules se abrieron mucho,
su mandíbula se aflojó y el sensual labio inferior dio la impresión
de caérsele hasta el piso.
- ¿Eh? - dijo.
Traté de que mi decepción no pareciera femenina. Pasé saliva,
y decidí irme al grano.
- Víctor, nos han llegado rumores de que has estado conspirando en contra
de tu rey - dije -. ¿Qué tan cierto es eso?
La boca de Víctor no cambió de posición. Movió la cabeza
de un lado a otro.
- ¿Eh? - repitió, con la voz inconfundible de alguien que tiene serios
problemas cerebrales -. ¿Qué es “conspirar”?
- No, creo... creemos que no - murmuré, y le di la espalda. Una sola vez me
volví a verlo, y estaba clavado en su lugar, sin haber movido un músculo,
y con la misma mirada idiota.
Me encerré en mi cuarto, pidiendo que, ahora sí, no se me molestara
por ningún motivo. Traté de escribir, pero ya no tenía inspiración.
Me arranqué la barba, casi haciéndome daño. Frente al espejo,
fruncí el ceño.
- Un estúpido semejante no puede estar tramando una conspiración en
serio - dije en voz alta. Y después murmuré -: Y es tan guapo...
Un toque a mi puerta me sacudió. Apresuradamente, me puse la barba, y salí
a abrir. Rita.
- Su Majestad pidió que se le trajera la cena a su habitación - dijo
sonriendo.
- Ah, sí - casi lo había olvidado -. Gracias, Rita.
La vi alejarse, tan confiada. Me enfurecí, sin razón aparente. Aquella
noche soñé con Víctor. Uno de esos sueños que no hubiera
relatado ni a cambio de la promesa de que tendría siempre a mi lado a un hombre
como él.
Mi obra se quedó a medias. El resto de mis actividades reales cotidianas,
también. A la insistencia de mi administrador de que tenía que hacer
algo con los magos, ya que las señales de rebelión eran cada vez más
evidentes, le dije simplemente que los hiciera desterrar, cosa que se hizo de inmediato.
Así, nada más. Comencé a descuidar mis obligaciones. Me levantaba
todos los días de mal humor y con el ánimo demasiado pesado para intentar
hacer algo. Era lo normal: acababa de iniciar con una serie crónica de pesadillas.
En una de ellas, me veía convertida en el rey, y tomando por esposa a un Víctor
vestido de mujer. En otra, Maxím salía disparado del hocico de "Chispazo"
y, con la ropa entreabierta, se ponía a bailar en las almenas repitiendo:
“Sé algo que tú no sabes, sé algo que tú no sabes”...
Y en otra, me veía con mi vestido de novia, como el día de mi boda,
sólo que, al llegar al altar, me daba cuenta de que mi prometido era... la
vieja prima. Desde luego que ésta fue la más horrenda de todas.
No dudo que los nuevos rumores (sí, siempre los habría) ahora versaban
sobre la holgazanería del rey. Me pasaba horas enteras en mi cuarto, pero
ya no escribiendo teatro o leyendo las peticiones de mis súbditos, sino mirándome
al espejo, sin la barba puesta, y llenándome la cabeza de pensamientos raros.
Miraba mis pequeños ojos, cansados y rodeados de ojeras y mi cara limpia y
pálida, y de pronto me ponía a pensar cosas por el estilo de: “¿Y
qué quieren que haga? Soy mujer. Debo ocuparme, aunque sea un poco, de mi
femineidad. Tengo que pensar en una relación, en mi pareja. Eso debe ser lo
más importante para mí. ¿No lo hacen así todas las mujeres?
Un amante, hijos... ¿no es eso realizarse como mujer? ¿Cómo
puedo ser rey, entonces?”. Y, como siempre sucedía, de pronto alguien llamaba
a la puerta, y en menos de un minuto tenía que ponerme la barba y pintarme
con carboncillo las líneas de expresión del rey. Me puse de lo más
irritable. Empecé a odiar todo lo que me rodeaba: el castillo, mi administrador,
el reino; incluso Rita, la pobre Rita que no me había causado ningún
mal. A todo y a todos, menos a "Chispazo", porque con él se podía
hablar.
Para distraerme, por lo menos esa era la excusa que le daba a mi administrador y
a quién preguntara, me acostumbré a montar todas las tardes. Iba diariamente
a los establos, y conversaba con Víctor, conversaciones en las que no empleábamos
un vocabulario de más de cien palabras, y después salía a cabalgar,
con todo y que jamás le había puesto el pie a un caballo. De vez en
vez le pedía a Víctor que me acompañara.
A la siguiente reunión del parlamento, me enteré que, en algunas provincias
alejadas estaban comenzando a surgir problemas. Al parecer, los siete magos no se
habían tomado en serio lo de su destierro, y estaban metiendo ideas raras
entre la gente más alejada de la capital. Ninguna de esas ideas, lo más
curioso, tenía que ver con un príncipe y un rey muertos, y una reina
usurpando el lugar de su esposo. Eran ideas muy al estilo anticuado de la revolución
francesa: ellos tienen más que nosotros, ¿por qué, si nosotros
somos más listos? Y el autor de todo ello, señalaban las evidencias,
era un hombre llamado Víctor.
Salté. Lo mismo el administrador. Defendí mi postura: el Víctor
líder de la rebelión no podía ser el mismo que cuidaba los caballos
en mi cuadra. Claro que no. El administrador sugirió que lo hiciéramos
desaparecer a discreción, y cuando le recordé nuestra conversación
al respecto, donde habíamos descartado la ejecución, respondió
que los accidentes pasan todo el tiempo, y que Víctor era una víbora
que teníamos guardada bajo la almohada.
- Pero - insistí -, ¿no puede ser que haya dos tipos llamados Víctor?
- ¿Quién más podría ser? - dijo el administrador -. Víctor
siempre tuvo buenas relaciones con los magos.
- Permítanos hablar con él - casi supliqué.
- ¡No puedo creerlo, su Majestad! - exclamó el administrador, y me dio
la espalda.
De nuevo en mi cuarto, traté de pensar. No lo conseguí. Tontería
tras tontería, eso era lo que estaba haciendo. Pero Víctor, alguien
que parecía tan imbécil... ¿con ideas de la historia de Francia?
Y que además era tan guapo...
Algo muy extraño estaba pasando con mi mente. De algún modo, no era
capaz de pensar con claridad.
Nunca había estado enamorada, necesito confesarlo. Era lo único en
lo que la vieja prima y yo podríamos parecernos. Era por eso que mis sentimientos
me resultaban tan confusos. No sabía nada. Mi conocimiento sobre el amor se
limitaba al teatro de Shakespeare, y mi conocimiento sobre el sexo era puramente
orgánico, con práctica insatisfactoria. Si me hubiera dado cuenta,
si hubiera logrado identificar a tiempo amor y deseo, por lo menos las cosas hubieran
terminado de otra manera.
Bueno, ahí estaba yo, ignorando los consejos de mi administrador, sin ser
capaz de preguntarle a Víctor si era cierto eso del golpe de estado, sin nadie
a quién confesarle mis problemas. Sola, ahora sí. Sola, como siempre
lo había estado, salvo que esta vez, el estar sola me causaba muchísimo
daño.
Apenas me quedaba un confidente, el que sabía todo desde un principio. Con
quién, todas las noches, conversaba desde la almena.
- "Chispazo" - le decía, acariciándole las fosas nasales
-. Eres mi único amigo. Va en serio. No puedes hablar, pero me sabes escuchar,
y eso es lo mejor para mí. ¿Qué voy a hacer con Víctor,
"Chispazo"? ¿Y qué voy a hacer conmigo?
Y "Chispazo" no me decía nada. Me miraba con sus ojotes, y ya. Si
comprendía o no, jamás lo supe.
Un día, incluso, me puse a llorar. Lloré como nunca lo había
hecho. Era lo normal, pensé. Sentía la cabeza tan llena de agua, que
de algún modo tenía que echarla fuera.
Maldita sea. Me acuerdo del maldito día como si hubiese sido ayer. Era el
último día de los festejos de mayo. Uno de los malditos días
en los que incluso el rey tenía que levantarse temprano. Yo tenía un
reloj despertador de pilas, uno de los últimos artículos que me habían
proporcionado los magos. Pero eso había sido ya hacía mucho, y, como
ya no había magos y las pilas se estaban agotando, la alarma a veces funcionaba
y a veces no.
Tenía una migraña terrible. Con un esfuerzo de los mil demonios, había
alcanzado a terminar mi obra de teatro para el concurso, y Rita la había llevado
a la noble sociedad de autores junto con el mensaje y el soborno de siempre. El seudónimo
que había utilizado era el nombre de Yura, y no sé por qué me
vino a la cabeza.
Y por cierto que no había sido nada fácil escribir la dichosa pieza,
con todo lo que traía en la cabeza. Y, después, como rey, presidir
todos los festejos. Estaba agotada. De verdad. Así que, ese día, le
pedí a mi administrador que cancelara todos mis compromisos, con la excepción
del teatro a la hora de la clausura, y, como siempre, me dirigí a las cuadras.
Hacía calor. Muchísimo calor. No pude soportar mucho las calzas que
llevaba bajo la túnica real, y acabé por quitármelas. Y mi propósito
al ir a los establos no era, como podrían imaginarse, ver a Víctor,
sino que esta vez deseaba de verdad dar un paseo sola por ahí. Me había
hecho buena amiga del caballo del rey, que por otra parte era bastante dócil;
y, aunque nunca le había hablado de la misma forma, sospechaba que el animal
sería un confidente tan bueno como "Chispazo".
Pero sí, cuando bajé a la cuadra, ahí estaba Víctor.
Con su kilt, y nada más. Con la piel bronceada húmeda, pero esta vez
sí alcancé a ver que se estaba echando agua del bebedero de los caballos.
- Buenos días, Víctor - lo saludé, sin mucho protocolo.
- ¿Eh? - me contestó.
Me sostuvo el caballo, como siempre. Me dispuse a montar con todo el desgano del
mundo. Y con todo el descuido. Se me había olvidado que no traía puestas
las calzas. En el momento de apoyar el pie en el estribo, mis piernas quedaron al
descubierto.
- El rey tiene unas piernas hermosas - observó inopinadamente Víctor.
Era la primera vez que lo oía pronunciar una frase de más de cinco
palabras.
Me ruboricé, involuntariamente, y me apresuré a bajarme la túnica.
- Víctor, te agradeceríamos que en lo sucesivo no volvieras a hacer
comentarios acerca de nuestras piernas.
- ¿Qué significa “sucesivo”? - respondió Víctor.
- Ya, no importa - le dije, y le di la vuelta a mi montura. Cuando estaba por salir,
advertí que Víctor me estaba siguiendo al trote.
- ¿Qué quieres, Víctor? - le dije con impaciencia.
- El rey necesita compañía.
- No, preferimos estar solos.
- El rey me agrada.
- Ya basta.
- Quisiera acompañar al rey.
- Mira - suspiré, aquello era ya demasiado -. Vas a ir a la obra de teatro,
¿verdad? Bueno. Al final, hazme... haznos un favor. Dile a Rita... conoces
a Rita, ¿no?, que tengo... tenemos que verte en mis... nuestras habitaciones.
Te recibiremos en privado. ¿De acuerdo?
Víctor ladeó la cabeza. Sonrió. Nunca lo había visto
tan guapo. El corazón se me aceleró. Su boca entreabierta, asomando
apenas los dientes, se abrió un poco más, y sus labios se fruncieron
como para besar.
- ¿Eh? - dijo.
Ahogué un gemido, y le repetí todo hasta darme cuenta de que lo había
entendido. Creo, no estoy segura, que en algún momento se me olvidó
usar el “nosotros”. Para lo que me importaba ya.
Mi obra, por supuesto, fue la ganadora. Pero esta vez ni siquiera la disfruté.
Sólo podía pensar en Víctor, y en esa noche, y en lo que me
las arreglaría para que ocurriera. Porque sí, algo tendría que
ocurrir. Ya había sufrido demasiado por culpa de ese tipo. Me hacía
falta una compensación. Sí, tendría que enterarse de la verdad,
pero, a juzgar por las capacidades mentales que le había visto, de seguro
al día siguiente se le olvidaría.
Terminada la representación, me fui a mis habitaciones a darme un baño.
Le dije a Rita que no recibiría a nadie, excepto a Víctor, para una
audiencia privada.
Me metí al agua caliente, y froté cada parte de mi piel con todo el
esmero del mundo. Al salir del baño, me puse la mejor túnica que tenía,
sin nada debajo. Se me veía extraña, sin el pecho vendado y sin el
cojín que hacía las veces de barriga. Me arreglé mi corta cabellera
como mejor pude. Y, por supuesto, no me puse la barba. Apagué todas las velas
del cuarto, excepto una.
Unos minutos después, llamaron a la puerta.
- ¿Quién es? - pregunté en voz baja.
- Víctor.
- Pasa - no había puesto los cerrojos esta vez.
Oí el sonido de la puerta al abrirse. Y unos pasos. Estaba dándole
la espalda a la puerta, así que no podía saber con certeza si era Víctor
quien había entrado.
- ¿Víctor?
- ¿Eh?
Sí, era él.
Elegí con cuidado mis palabras. No quería hacer conversación,
y no quería decir frases demasiado complicadas. Quería sólo
que ocurriera, y ya.
- Víctor - dije, sin fingir la voz, olvidándome de la manera protocolaria
-, tú me dijiste que tenía unas piernas hermosas. ¿Te gustan
las piernas de tu rey? ¿Te gusta... - y entonces comencé a darme la
vuelta, y mientras lo hacía, a levantarme la túnica hasta los hombros
-... tu rey?
Ahí estaba, frente a él, exponiéndole mi cuerpo y mi secreto.
Y él estaba viéndome, con sus ojos de idiota clavados en mi entrepierna.
Me ruboricé.
Y entonces su expresión cambió. La boca floja adquirió un gesto
de desprecio. Entrecerró los ojos. Se irguió, y se llevó un
puño a la barbilla.
- Bien, ya tengo lo que quería saber - dijo con voz firme.
Solté mi prenda.
- Pero...
- Ya sabía que alguien estaba usurpando el lugar del rey - Víctor se
me acercó a pasos largos, amenazadores -. Sólo me faltaba saber de
quién se trataba. ¡Maldita perra! -. Me tomó por los antebrazos
y me arrojó al suelo.
Ya sé que parecerá ridículo, y que fue lo peor que pude haber
hecho, pero así sucedió. Las lágrimas comenzaron a correrme
por las mejillas.
- No intentes hacer nada, porque, te lo advierto, lo sé todo - continuó
Víctor -. Sé que asesinaste al rey para quedarte con el trono.
- Oye...
- Sí, no puedes ocultarlo, porque tengo testigos. El príncipe Maxím,
a quien han acusado falazmente de ser tu amante, me lo ha contado todo.
- Pero si Maxím...
- ¡Silencio! Maxím te vio apuñalar al rey y echarlo al foso.
Sólo tenía que comprobar que en realidad eras tú.
Me puse de pie. Seguía llorando, sin poderme contener, pero también
tenía ganas de dejar algunas cosas en claro.
- Oye, pero si Maxím te dijo eso, ¿cuándo te lo dijo? ¿Dónde
está?
- El príncipe heredero se encuentra en un lugar seguro, y no saldrá
hasta que se aclare su reputación. ¿Necesitabas saberlo, perra?
- Oye, ya deja de insultarme. Después de todo yo... - me detuve. Qué
momento tan poco adecuado para una declaración.
Víctor dio vueltas en círculo, sin hacerme caso.
- Ahora no necesito saber más - dijo -. Mañana, el pueblo se enterará
de quién eres. Y recibirás el castigo que mereces, que no te quede
la menor duda. Por el asesinato del rey, pero, sobre todo, por tu régimen
tirano... ¡Libertad, igualdad, fraternidad! - acabó gritando.
- Sí, supongo que es lo menos que me merezco, por idiota - murmuré,
dejándome caer en la cama. Víctor se dirigió a la puerta. Me
miró una vez más.
- Vas a quedarte aquí, ¿me has comprendido? Tengo la llave de estos
cuartos. No quiero que salgas, ¿entiendes?
Antes de salir, me lanzó una mirada fulminante. Y, en ese momento, el labio
inferior se le cayó, una señal inconfundible. Se quedó unos
momentos así, sin decir nada más. Luego se marchó.
Tuve un presentimiento. Fui hacia la puerta, y le di un tirón. Efectivamente,
la había dejado abierta. Así que, después de todo, Víctor
era Víctor.
Ya no me importaba nada de lo que había pasado, ni tenía ganas de preguntarme
si eso de que Maxím estaba vivo era o no cierto. Tenía que escapar,
eso era lo más urgente.
Llamaron a la puerta. Automáticamente, dije “pase”.
Rita. Sí, tenía que haberme reconocido. Pero no pareció sorprenderse
en lo más mínimo al verme sin la barba.
- Su Majestad necesita ayuda - dijo, sonriendo, y me extendió un bulto de
trapos. Lo examiné: era el uniforme que usaba la servidumbre del palacio.
- Rita...
- ¿Desea su Majestad que la ayude a cambiarse?
Asentí. Rita esperó a que me pusiera la ropa interior, y después
me ayudó a colocarme las prendas como lo hacía cuando yo era reina.
- Entonces lo sabías... - dije, porque quería hablar. Quería
saber todo de una vez.
- Sí, su Majestad - respondió Rita.
- ¿Cómo...?
- Porque su Majestad nunca dejó de apreciar mi compañía por
las noches cuando se sentía demasiado triste.
- ...
- Su Majestad el rey.
- Ah... - repliqué, torciendo la boca. Maldije mentalmente a mi querido esposo,
y a lo que quedara de él en el organismo de "Chispazo".
- Espero que su Majestad no me lo tome a mal.
- ¿Yo? No, no te preocupes... Eh, bueno... hay algo más que a lo mejor
no sabes. Yo no maté al rey, que conste.
- No, su Majestad, lo sé.
- Se cayó al foso. Estaba borrachísimo. Y... eh... todavía no
acabo. Maxím...
- ¿Sí, su Majestad?
- Ay, Rita - sollocé, más por la tensión que por verdadera pena
-. Maxím está muerto. Lo vi con mis propios ojos. Ay, yo sé
que estabas enamorada de él. Y... yo lo iba a matar, porque me amenazó.
- ¿Su Majestad descubrió que era él quien saqueaba las arcas
reales? - preguntó Rita.
Fruncí el ceño.
- ¡Cómo! ¿Sabías eso también?
- Sí, su Majestad.
- Bueno, de cualquier forma, yo arrojé a Maxím al foso. Según
yo estaba muerto ya, pero igual pudo haber estado vivo todavía. La congestión
estomacal que le pegó...
- Oh, no, su Majestad - aclaró suavemente Rita -.Estaba muerto. En su cena
puse veneno más que suficiente. Su Majestad no tiene por qué preocuparse.
No pude evitarlo. Con algo de horror, me aparté de Rita. La jovencita seguía
mirándome con sus ojos dulces y su sonrisa que hacía que uno se olvidara
de su fealdad.
- Rita... - pero no podía creerlo.
Rita no pareció darse cuenta de mi reacción, puesto que volvió
a acercárseme y a darle los últimos toques a mi vestimenta.
- Era parte del plan que teníamos mi prometido y yo para salvar al reino.
Su Majestad estaba llevando a un límite peligroso la economía nacional.
- Maxím, dices...
- Sí. Pero no contábamos con que su Majestad se volviera a casar, o
que muriera.
No pregunté quién era su prometido. Creí saberlo ya.
- Si su Majestad sale así - dijo Rita, observando con ojo crítico mi
arreglo -, nadie la reconocerá. Puede tomar un caballo de la cuadra, porque
Víctor no está ahí. Salió a celebrar al pueblo con los
amigos.
- Vaya...
- Ah, y su Majestad podría necesitar dinero. Aquí tiene - añadió
Rita, y me tendió dos bolsas de monedas. Dos bolsas que se me hicieron conocidas.
- Rita - dije -, pero si este dinero...
- Su Majestad me lo dio para la sociedad de autores. Pero pensé que lo podría
necesitar, y preferí guardarlo.
- Entonces... - los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas. Entonces...
Me pareció que Rita participaba de mis emociones, aunque no creo que con el
mismo motivo. Vi que se frotaba los ojos rápidamente con el revés de
la mano.
- Su Majestad necesita darse prisa - recomendó.
Asentí. Juntas, salimos a la cuadra. Muy falto de prudencia, sí, pero
tomé el caballo del rey. Era el único que me atrevía a montar.
Rita me sostuvo las riendas, como solía hacerlo Víctor.
- Gracias - le dije -. Oye, si no es mucha la curiosidad, ¿por qué
haces esto por mí? ¿No te estás metiendo en problemas? ¿Qué
va a decir tu prometido si se entera?
- Su Majestad siempre fue muy buena conmigo - respondió Rita -. Mejor que
nadie. Y mi prometido... últimamente se ha comportado conmigo como lo hacía
su Majestad...
- ¿Yo?
- Su Majestad el príncipe. Quizás no debo quererlo más -. Rita
le dio una palmada al caballo, que estaba medio adormilado -. Él fue quien
dejó la puerta abierta. Es su culpa. Váyase pronto, su Majestad. Que
tenga buen viaje.
Saludé con la mano, y espolee el caballo. Lo último que vi al partir
fue a "Chispazo", que, despierto a deshoras, me lanzaba la mirada desvalida
de un cachorro abandonado.
Las calles estaban silenciosas. El único ruido que alcanzaba a oírse
provenía de las tabernas. Para ser sincera, nunca llegué a contar cuántas
tabernas había en la capital de Sklsfpnnk. Suficientes, supongo, y todo el
mundo estaba ahí, enterándose del gran descubrimiento de Víctor.
Todo el mundo. Ni siquiera las puertas estaban vigiladas. Bueno, cabe decir que desde
la firma masiva de tratados de paz, la vigilancia de la ciudad amurallada era bastante
floja.
Salí sin mayor problema. Y corrí, sin más rumbo que mis cálculos
para largarme de ahí lo más pronto posible, hacia la noche.
Y he aquí lo que ha pasado desde entonces:
Víctor, apenas me marché, se proclamó rey. Rita, tal como me
lo esperaba, fue su reina. Víctor, en un discurso popular, contó una
historia interesantísima sobre cómo la segunda esposa del rey había
usurpado su lugar después de asesinarlo, y luego, al intentar escapar, había
caído en las fauces de "Chispazo". Un castigo ejemplar, había
dicho. Sí, y una muestra de lo poco que le importaba, en realidad, mi vida.
Lo primero que hizo Víctor al subir al trono fue disolver mi parlamento y
establecer uno nuevo con seis de los siete magos que le quedaban. Le declaró
la guerra a todas las fronteras, pero no se volvió a preocupar por ello. Sus
magos se la pasaron intentando sacar toda clase de armas de su caldero, y uno se
voló los sesos tratando de averiguar cómo se utilizaba una, así
que sólo quedaron cinco. Y "Chispazo", que de seguro no volvió
a recibir sus papas hervidas con chocolate, engordó muchísimo, pero
no por comer prisioneros de guerra, sino porque alimentarlo con ciudadanos que se
atrevían a diferir con la política del rey Víctor se hizo la
costumbre más común.
Víctor se convirtió en un verdadero tirano. Lo peor de todo fue que,
hasta hoy, ha seguido diciendo que su gobierno es provisional, y que sólo
permanecerá en el trono hasta que el verdadero rey, Maxím, regrese.
Algo que, bien lo sabemos Rita, él, "Chispazo" y yo, no va a suceder.
Seis magos regresaron al reino con él, y uno, como ya dije, está muerto.
El séptimo... bueno, estoy viviendo con él. Yura. Me lo encontré
en un pueblo fronterizo. Creo que está enamorado de mí. Nunca le he
preguntado por qué me quiere. Me conformo con dejar que lo hago. La provincia
donde vivimos ahora es una de las tantas que está en guerra con Sklsfpnnk,
claro, en sentido pasivo. Estamos muy al margen de lo que ocurre afuera. Nuestra
mayor preocupación es hallar un modo de hacer funcionar nuestra minitelevisión
con videocasetera integrada, que junto con un cuchara (todo extraído, con
mucho esfuerzo, de la olla de cocinar), quizás sea el camino de regreso a
casa. Casa... vaya. Le he hablado a Yura de mi vida anterior, de mi teatro, de mi
departamento, mi familia y mi vieja prima. Si regreso, seguro se va conmigo. Sí,
y nos convertiremos en una de esas parejas desubicadas y sin un centavo. Porque,
aunque hasta hoy nos estemos manteniendo con mi dinero, no creo que la moneda de
Sklsfpnnk sirva de nada en mi mundo. Y, si bien de la olla podemos sacar algo de
papel moneda, quién sabe si podemos llevarlo con nosotros. Quién sabe,
incluso, si podré llevar conmigo a Yura. Y en caso contrario, ¿qué
objeto tendría partir? Como sea, no tengo la menor intención de acabar
como mi vieja prima.
¿Que si estoy enamorada? No lo sé. Sí, es lo más probable,
y si es así, no se parece nada a lo que sentía por Víctor. Yura
tuvo la decencia de devolverme la curiosidad, lo cual de por sí ya es para
agradecerse; y de arriesgarse por mí, comprometiéndome, de esa forma,
a que yo me ariesgue por él también. Supongo que eso es amor. Un poco
de curiosidad y un poco de riesgo mutuo. La curiosidad es la parte del sexo, y el
riesgo es todo lo demás.
Una pila grande, eso es lo que pienso que sería la solución. Conectada
a la televisión, podría hacerla funcionar. Un reflejo en la cuchara.
De la misma manera que vine. Pero hemos retrasado ese experimento. Porque, aunque
ansío volver a casa, al teatro, tengo unas ganas morbosas de ver qué
es lo que va a pasar con Sklsfpnnk. Porque algo va a pasar. Y, como se ven las cosas,
va a ser muy pronto.
Víctor está cavando su propia tumba. Sí, está cometiendo
el error de ganarse el odio de su gente, pero eso no lo es todo; los cuentos de hadas
están llenos de pueblos sumisos que, más por pereza que por otra cosa,
no hacen nada para rebelarse. Y una rebelión en Sklsfpnnk necesitaría,
por fuerza, de un líder tan carismático como Víctor, y no creo
que lo haya.
No, a lo que me refiero es a una pequeña frase que oí pronunciar el
día de mi partida: “Quizás no debo quererlo más”. Víctor
está muy lejos de imaginarse que en esas pocas palabras se encuentra el destino
de Sklsfpnnk, y probablemente su propia caída. Uno de estos días, va
a sentir en el estómago un ardor insoportable, los ojos se le van a botar
y va a terminar babeando todo su cuarto. Oh, Rita le ha hecho pasar un mal rato a
todos los que alguna vez la subestimaron; no sé si incluírme.
Esto que he terminado hoy de escribir, es una especie de prueba. Vamos a ponerlo
entre la televisión y la cuchara, y si se aparece en algún lugar de
mi mundo original, en el teatro, quizás, es que podemos regresar. Supongo
que sí, me gustaría regresar. Con Yura. Con nuestro papel moneda. Y,
con un poco de suerte, con Víctor muerto en Sklsfpnnk. ¿Es mucho pedir?