Víctor


Maldita sea. Por más que me esfuerzo, por más que trato de concentrarme en lo que vendrá, el recuerdo se niega a abandonar del todo mi cabeza.

Maldita sea. Me acuerdo del maldito día como si hubiese sido ayer. Era otro más de los malditos días en los que tenía la obligación de levantarme temprano. Uno más de los fastidios para quien se dedica a la vida monárquica, claro está. Porque, ¿saben?, cuando se es rey, hay muchas cosas de las que tiene que preocuparse uno. Asuntos políticos graves, asuntos políticos sencillos, complicaciones, el despertador que una vez más se negó a funcionar. Etcétera. Etcétera. Odiaba los días importantes como ése. Odiaba entregar mi trabajo al concurso anual de guión teatral. Odiaba tener que verificar si el jurado había sido ya convenientemente sobornado. Odiaba tener que encargar a mi administrador el premio para el segundo lugar, porque ya sabía que, a fin de cuentas, el primer lugar volvería a ser mío y, además de la representación de la obra, podría regalarme lo que me viniera en gana; por algo yo era el rey. Odiaba tener que elegir de entre los prisioneros de guerra o criminales comunes a quien sería el siguiente aperitivo de “Chispazo”, el estúpido monstruo marino del foso de mi castillo. No podía soportar la música ni los bailes. No me interesaba ver mujeres desnudas porque (y eso en aquel entonces era un secreto muy delicado) yo soy una mujer. Tampoco me interesaba ver hombres desnudos, por dos razones principales: la primera, porque mi matrimonio con el soberano de ese condenado país, (un matrimonio bastante corto que terminó abruptamente en circunstancias que más adelante relataré,) resultó una completa frustración y acabó con la mayoría de mis expectativas sobre el sexo masculino. La segunda, porque mi corazón y mi cuerpo guardaban aún una absurda fidelidad a...

Bueno. Tampoco me gustaba que decoraran las casas con esas ridículas flores de papel. En definitiva, detestaba ampliamente todas las celebraciones típicas de mes de mayo.



Me miro al espejo y me deprimo. Nadie dice que el ser hermosa resuelva todos los problemas habidos y por haber. Pero, por los cielos, sí que es una gran ayuda. Si yo fuera guapa, por ejemplo, no hubiera tenido que preocuparme por mi reputación la noche que desapareció Maxím, la misma noche que él y yo tuvimos un pequeño altercado por culpa de cosas tan dispares como el precio de los productos básicos y el respeto que él le debía a la segunda esposa de su padre (es decir, yo, que en unas pocas horas más me convertiría en viuda). Nadie me hubiera hecho preguntas en las reuniones con los parlamentarios; se hubieran conformado con admirarme. Es más, no hubiera tenido ninguna maldita necesidad de hacerme pasar por el difunto monarca. El pueblo me hubiera amado por mi belleza, y no por haberle quitado la problemática del robo a la arcas reales, ni por mi espíritu pacifista, ni porque, modestia aparte, en poco menos de un año instalé un sistema democrático casi perfecto, aprendido en teoría.

Y tampoco tendría ahora tantos deseos de regresar a mi lugar de origen; a ese lugar extraño, pero bonito, en la galería abandonada de mi teatro. Quizá incluso las cosas con Víctor hubieran sido diferentes. Pensaba que, al venir a un lugar de quién-sabe-cuál-dimensión, pero que apestaba de sobra a magia y cuento de hadas, lo menos que uno podría esperar sería una especie de transformación; adquirir esa legendaria belleza que no precisa de costosos tratamientos y que es tan mencionada en los cuentos de hadas y en las páginas de sociales de los periódicos. Pero no ocurrió nada. Aun me miro en el espejo y me deprimo. Mi nariz es demasiado grande, mis ojos tan chiquitos que desaparecen cada vez que tengo algún motivo para sonreír, tengo el pelo crespo. Mi cuerpo bien formado se salva un poco, pero, desgraciadamente, mi espejo no alcanza a verlo, y está siempre cubierto por las ropas pesadas que se usan por aquí.

En fin, creo que ya me hice a la idea de que ser guapa no me hubiera ahorrado los problemas y que, de todos modos, el hecho de estar en un lugar que apestara a magia y cuento de hadas no iba, por cierto, a resolvérmelos. Eran otros tiempos cuando pensaba que podría ser así. Solo que entonces, todavía me quedaba mucho por aprender.



Pero empecemos por el principio.

No todo el tiempo he estado en este sitio. Si me la pienso bien, he estado en lugares mucho peores. Por ejemplo,cuando, en los últimos años de la adolescencia, tuve que dejar mi ciudad natal para estudiar y mis padres me consiguieron un pequeño departamento en la capital. Ahí viví felizmente un año, o poco más; hasta el día que una vieja prima, a quien detestaba cordialmente, se detuvo a tomar una taza de café. Jamás se fue. Se quedó a dormir aquella noche,y el asunto no me molestó mucho, pero al día siguiente empezaron a llegar sus cosas, un paquete tras otro. Por cortesía, le había dejado mi recámara. Ya no hubo modo de moverla de ahí. Me quedé en el sillón de mi salita, y ahí estuve durmiendo los siguientes trece meses, es decir, hasta que dejé la escuela y conseguí trabajo en un teatro de la capital.

Pero bien, cualquiera se preguntaría qué clase de persona era yo entonces, y sí, yo era una persona capaz de permitirle a la vieja prima que se quedara en mi casa todo el tiempo que quisiera. Primero, porque, con toda la antipatía que me inspirara, la vieja prima me daba un poco de lástima (no tenía a nadie más que a ella misma), y luego, porque la lástima aquella era más o menos proporcional al miedo que me inspiraba semejante mujer. Me explicaré: la vieja prima tenía un genio de los mil demonios, era bastante dominante, tenía un concepto moralista un tanto curioso, y, lo que es peor, se llevaba de maravilla con mis padres. Que, por supuesto, se pusieron contentísimos al enterarse que yo ya no iba a vivir sola, y apoyaron la cosa al cien por ciento. Pero había algo todavía más horrendo en esa mujer: hablaba, siempre pesimísticamente, de lo que sería mi vida si me negaba a hacer lo que ella decía; y yo, por las noches, tenía pesadillas en las que me veía convertida en ella.

Lo de la escuela fue un asunto aparte. Ya había decidido, con todo el dolor de mi corazón, que no me interesaba, aunque para mis padres era una cosa tan esencial. Pero, para asegurarme las cosas, antes de comunicarles mi decisión de desertar, me conseguí el puesto de tramoyista y conserje en un teatro, como ya dije, y esto, porque de esa manera se me permitiría estar cerca de lo que más me gustaba: los escenarios, las luces, las representaciones. Y, previendo la reacción de mis padres, también hice de antemano el arreglo de una nueva vivienda.

Las personas que manejaban el teatro eran gente bondadosa, con quien se podía hablar. Comprendían. Por otro lado, la galería era una sección que nunca se abría al público, y que se usaba, por lo general, para almacenar triques de las producciones más grandes. Entre el acumulamiento de cosas, quedaba un poco de espacio libre. Podía disponer de ese espacio, me dijeron. Había una cama de tijera, y algunas sillas. Me podía quedar ahí, con mi horario de trabajo y todo, si no me molestaban las representaciones a deshoras y todo eso. ¿Que si me molestaban? En absoluto. Tras hacer acomodos de préstamos con mi sueldo que me permitirían comprar una estufilla eléctrica, unas mantas y algunos trastos, se acordó el pago de una renta ridículamente baja (por aquello del uso de la luz y el agua, me dijeron) y así, al día siguiente, tuve el gusto de comunicarle a mi vieja prima (que, por cierto, tras la noticia, se puso a destrozar el departamento en un ataque de histeria) que podía quedarse con mi casa, que ya me había conseguido un nuevo hogar y que ya no tenía por qué seguir aguantándola, ññññaaaaaa.

Y ahí fue la época más feliz de mi vida. Al principio, me costó trabajo adaptarme a algunas cosas, sobre todo a eso de tener que bañarme con agua fría en los lavabos, antes de ponerme a limpiar. Pero vestirse con una bata sucia todos los días, tomar una escoba y caminar hacia el escenario, y barrer, y sacudir cada objeto y cada asiento, mientras por todo el teatro sonaba una música suave; eso era de veras excelente. Me dejaba la mente libre, me permitía soñar todo el día. La parte del trabajo más pesada consistía en mover objetos del escenario en algunas obras (y hay que hacer notar que fue entonces cuando desarrollé mi habilidad de caminar rápido sin que se oyeran mis pasos), manejar los telones y hacer efectos especiales, como, por ejemplo, una lluvia de confeti, y aún eso era un verdadero placer. Como mi trabajo estaba tras bambalinas, me daba tiempo de rondar los camerinos y la producción, y ayudar a los actores cuando las cosas urgían. Por la misma razón, me dediqué seriamente a aprender vestuario y maquillaje. Mis ratos de descanso transcurrían en mi alcoba, viendo las representaciones nocturnas desde mi palco privado, la parte más alta del teatro; leyendo los libretos o, con un cuadernito en la mano, ideando escenas y personajes, elaborando mis propias obras e imaginándome que algún día las vería puestas en ese mismo teatro, y las vería desde mi apartamento de galerías, que entonces tendría una hermosa recámara, una salita y quizás una regadera portátil. Por supuesto, ya sabía yo que nada de eso sería verdad, pero qué perdía con soñar. Lo malo del asunto es que todo esa felicidad duró, a lo mucho, año y medio.

Y aquí, apenas aquí, es donde creo que empieza la verdadera historia.

Recién había terminado la primera temporada de una obra para niños de corte francamente detestable. Una que tomaba el consabido cuento de hadas donde la heroína era estúpida y el héroe no tenía nombre y salía hasta el final y no hacía nada; y todo esto salpicado de escenas de acción inútil y pomposos efectos. El escenario tenía que limpiarse a conciencia, y pasaría un buen rato antes de que lográramos quitar el olor a huevos podridos. Bueno, puesto que ese día el teatro estaría libre, no había mucha prisa; así que aproveché para espiar un rato los vestidores. En uno de ellos, ya sabía, el director del teatro guardaba su gigantesco televisor, su videocasetera y su fabulosa colección de películas.

No se oía en el teatro la música suave de costumbre. Algún tiempo me quedaría. Así que, con mis pasos silenciosos, me colé al sitio.

Pero, al meterme al vestidor, no fue la videocasetera lo que primero llamó mi atención. Había un objeto tirado sobre la alfombra; un objeto largo y brillante. Una cuchara. No era de las del teatro, y tampoco de las mías. Me vino a la cabeza la obra pasada: había una escena de un banquete, con mesas puestas y todo. Probablemente se les había olvidado esa cuchara. En fin, una pieza más no les haría daño a mis cubiertos.

Levanté, pues, la cuchara. El televisor se encendió detrás de mí. No supe si alguien más en el cuarto lo había hecho. No tuve tiempo. El brillo de la pantalla se reflejó en la cuchara, dándome un deslumbrón tal que creí que me habían golpeado la cabeza. Me sentí literalmente succionada por una aspiradora. Me pareció oír el tintineo de la cuchara... ¿al pegar con la alfombra? Y eso fue todo. Caí sobre algo que, después comprobé, era un charco de lodo. Tras frotarme los ojos un par de veces, lo primero que vi fueron mis rodillas. Y después mis pies. Y, a unos metros, la cuchara, partida en dos contra una piedra que sobresalía del lodo. Más lejos, un hermoso paisaje con montañas. Y, más cerca... bueno, mi ropa había desaparecido. Y sí, oh, sí, a unos cinco pasos, estaba un hombre observándome. Mi primera reacción fue muy natural: lancé un chillido, me hice ovillo y me cubrí como pude con los brazos.

Tardé todavía unos segundos en hacer que la imagen del hombre aquel me entrara en la cabeza. Parecía como de cincuenta años; eso fue lo que calculé por su cabello y barba canosos. Lo que más me llamó la atención fueron sus ropas: traía una especie de calzas y una túnica larga de terciopelo pintado, y el calzado era algo que no había visto nunca. De hecho, todo su aspecto e indumentaria eran algo que creía no haber visto nunca, a menos que... Recorrí mi alrededor con la vista, buscando los asientos del teatro. Sólo vi, a lo lejos, lo que parecía ser la ciudad amurallada que había aparecido como telón de fondo en...

Ropa de terciopelo. Paisaje con montañas. Ciudad amurallada. No me cabía duda ahora. Todo era idéntico a esa odiosa obra para niños.

El hombre aquel habló. Para mi sorpresa, hablaba mi idioma. Se había tardado quizás ya dos minutos en ofrecerme su capa, o tal vez había sido yo quien se había tardado en aceptarla. El hecho es que me la dio, y, cuando me envolví en ella, me ofreció su mano al estilo de los jóvenes cuando quieren quedar bien con una chica.

- ¿Dónde estoy? - pregunté por fin.

En el reino de Sklsfpnnk (después averigüé la ortografía), me respondió el hombre. Él, añadió, era el rey.


Así empezaron las cosas. Cómo sucedieron o por qué, es algo que probablemente no sabré nunca. De pronto, así nada más, me vi metida en una especie de mundo de cuento de hadas. En el improbable mundo donde, de seguro, se llevaba a cabo la acción de aquella obra de teatro; sí, nadie hubiera podido decirlo mejor que yo, que había tenido que aprenderme de memoria el vestuario y las pinturas de fondo.

La ciudad amurallada, que también se llamaba Sklsfpnnk, tenía calles estrechas, muchas fuentes y jardines y montones de torrecitas. Era preciosa, aunque un tanto rara, incluso para un cuento de hadas. Está, por ejemplo, que se usaban la publicidad escrita, y en todas partes había carteles con las marcas que habían patrocinado la obra. Y en el extremo norte, rodeado por un foso que me pareció más bien inadecuado (¿por qué habrían de tener un foso dentro de una ciudad amurallada?) estaba el palacio. Ahí me dirigí, junto al rey en su carroza descubierta, y delante de una escolta de unos veinte caballeros que no había advertido en el momento y que posiblemente habían visto todo lo que vio el rey. Ahí me dirigí, con los pies congelados y tan desconcertada todavía que no atinaba a decir palabra. El rey no dejó de portarse cortés en todo momento, no hizo comentarios sobre mi desnudez y me habló suavemente todo el camino. Apenas le puse atención, hasta que me pareció oírlo decir “monstruo marino” en la conversación. Estábamos ya cruzando el puente levadizo del castillo, cuando unos vapores extraños se levantaron del foso, me llegó un fuerte olor a pescado, y de pronto, frente al carruaje, se aparecieron unas enormes fauces bajo dos gigantescos globos oculares.

Esa fue le primera vez que vi a “Chispazo”. Lo siguiente que recuerdo es la habitación que sería mi recámara, y a Rita.

Rita... Una muchacha que no podría tener más de dieciséis años, flaca y feúcha, pero con una especie de aura angelical que hacía que uno simpatizara con ella a primera vista. Me dijo que ella iba a ser mi dama de compañía, que si necesitaba algo se lo podía pedir a ella, que el monstruo marino no hacía nada y que ya me estaban preparando un baño caliente. Aturdida todavía, no se me ocurrió sino pedirle algo de tomar, y ella salió, regresando al minuto con una botella en charola de plata. Cómo se lo agradecí. No era muy aficionada a tomar, pero lo estaba necesitando. Una vez apurado un tercer vaso, la mente comenzó a aclarárseme un poco.


El palacio real se convirtió en mi hogar más pronto de lo que les estoy contando. Además de contar con una habitación lujosa, tuve el honor de compartir la mesa del rey. Más tarde me enteré de los rumores que corrían sobre mi llegada, y no puedo decir que me disgustaran del todo. El rey, decía la gente, se había encontrado una hermosa doncella (bien, aunque sólo lo segundo era cierto en este caso), probablemente una dríada de los bosques. Esa misteriosa mujer se había ganado el corazón del rey, gracias a su belleza y simpatía. El pueblo se refería ya a ella como “la reina consorte”, y el hecho era motivo de júbilo, ya que el rey nunca había parecido tan feliz desde la pérdida de su esposa, hacía unos quince años. Sí, todo eso me halagó mucho. Sobre todo la parte que hablaba de belleza. Fue lo que me hizo creer en la magia.

El rey, "Chispazo", Rita... ¿me falta alguien? Por supuesto. No todo iba a ser nardos y rosas. Porque ahí, desde el primer día de mi llegada, estaba Maxím.

Maxím era el príncipe heredero. Tenía unos tres o cuatro años más que yo, lo cual me hizo creer que nos llevaríamos regularmente bien. Pero no sucedió así, en lo absoluto.

Maxím no era guapo; estaba gordísimo, había heredado la afilada nariz de su padre, su voluminosa humanidad estaba sostenida por dos piernitas ridículamente cortas, se estaba quedando calvo y parecía llevar semanas sin lavarse la cara. Su abultada barriga denunciaba a primera vista su afición a las bebidas fuertes y a las comidas pesadas. Por si esto fuera poco, era probablemente el ser más antipático de todo el reino: nunca se dirigía a las otras personas sin usar algún término despectivo, y solía mirar a todo el mundo (su tranquilo padre incluído) de arriba a abajo. Era asqueroso ver cómo trataba a Rita; la pobre Rita, que pasaba aire como si hubiera estado sumergida dos horas cada vez que lo veía, y que se arrodillaba con la actitud de un perrito hambriento cuando el tipo la llamaba para encargarle que le limara las uñas, o alguna otra tarea estúpida.

Rita usaba “Su Majestad” para referirse tanto al rey, como a Maxím (y como a mí, pero eso no ocurrió sino más tarde), por ello, cuando hablaba de alguno de los dos, resultaba difícil saber a quién se estaba refiriendo. Pero, cuando ponía los ojos en las nubes y escondía tras los dedos alguna sonrisa secreta, estaba bien segura de que no podía sino estar pensando en el príncipe heredero.

Maxím, como todo buen prepotente, me acogió con una cortesía inusitada, pero, por lo bajo, me di cuenta de que ya estaba pensando en utilizarme para ensayar su colección de maltratos. Una noche, durante la cena, hizo alguna observación de mal gusto con respecto a mis costumbres en la mesa, y su padre se puso de pie y le dijo que se callara la boca. Maxím pareció quedarse tan estupefacto que jamás se volvió a meter conmigo, por lo menos en público. El asunto para él debió haber empeorado cuando el rey anunció públicamente (que fue el mismo momento que me enteré yo también) su próximo enlace conmigo.

No me sorprendió la noticia; hay que recordar que, después de todo, mi supuesta belleza había impresionado al rey; y que el rey, como tal, podía decidir lo que le diera la gana con respecto a un súbdito más. Y me pareció tierno por parte del monarca que con objeto, supongo, de hacer la consumación del matrimonio un poco menos vergonzosa, se dedicara a charlar ampliamente conmigo semanas antes de la boda. El rey era dulce, aunque desde un principio no lo vi muy inteligente, y en lugar de decir “yo” decía “nosotros”, todo el tiempo. Por estas charlas me enteré un poco de cómo funcionaban las cosas en Sklsfpnnk.

Según pasaron los días, fui perdiendo esperanzas de despertarme de ese extraño sueño. No me quedé quieta; muchas veces solicité mapas y servicios de comunicación, pero no obtuve el menor resultado. Ningún sitio me era conocido, ningún rasgo de historia; no había nada que se pareciera al continente americano, o al europeo, o al asiático. Aunque al principio había esperado encontrarme en un set cinematográfico colosal, o en un campamento de juego de rol en vivo, no pasaba nada. "Chispazo" no tenía nada de mecánico. Rita y Maxím eran reales. El rey me había besado la mano.

Y, lo que era peor, el país tenía todo el ambiente de un cuento de hadas malo. Todos los habitantes de la villa-fortaleza, aunque obviamente pobres, vivían felices; no ocurrían incidentes en particular, nadie se quejaba de la política, que, a decir verdad, era un completo desbarajuste. Lo único que me quedó más o menos claro fue que el dinero de las arcas reales venía de impuestos al pueblo, pero de dónde venía el dinero del pueblo, nunca lo supe. El rey se la pasaba en sus habitaciones, meditando, y de vez en cuando concedía audiencias a súbditos que nunca iban a hablar de asuntos en realidad importantes. Maxím comía demasiado, bebía demasiado y se la pasaba demasiado en fiestas. Y a nadie le importaba.

Al pensar en la obra de teatro que se había representado la víspera de mi partida, se me ponía la carne de gallina. Era uno de esos momentos en los que mi mente prefería escapar, irse a reflexionar sobre otra cosa, antes que darse cuenta de que lo que había pasado era, en realidad, demasiado extraño. No tuve necesidad de guardar de recuerdo la cuchara que me había transportado a semejante lugar, porque en todos lados había millones de ellas. Cucharas de metal, y con marca grabada, en un sitio donde no había agua corriente. Y como si eso fuera poco, papel. Papel de todas clases: cartulina, cartoncillo, pliegos de papel de china, cuadernos tamaño carta con resorte de plástico. Para volverse loco.

La víspera de mi boda, descubrí un par de cosas muy interesantes. Insomne, rondaba por el castillo, cuando un ruidillo peculiar hizo que me dirigiera al sótano. En el sótano había únicamente dos enormes cuartos: la caja fuerte del tesoro real, y uno que se decía era el cuarto de torturas. Yo ya sabía que, si bien Sklsfpnnk parecía estar en guerra con el resto de los países registrados en los mapas, las guerras siempre se llevaban a cabo en sitios remotos (y en cuanto a soldados, ni hablar, porque nunca me tocó ver al ejército más que en desfiles y siempre eran los mismos y cuando el rey decía que había mandado a sus hombres a luchar a tal otro país, nunca tuve la menor idea a quienes se refería); y los prisioneros, según me decían, se los daban inmediatamente a comer a "Chispazo".

Era de esa dichosa cámara de tortura de dónde venían los sonidos más fuertes. Voces altas, choques metálicos. Muerta de curiosidad, me asomé.

A punto estuve de gritar. El sitio era idéntico a uno de los camerinos de mi adorado teatro, con espejos y todo. Espejos. Espejos. Y, en el centro, sobre la misma alfombra, había una fogata, con un caldero lleno de algún líquido hirviendo. Y en torno al caldero, había siete figuras, todas con larga barba blanca y túnicas bordadas de estrellas, y sombreros en forma de cucurucho.

Los siete hombres, tomados de la mano, estaban entonando un cántico extraño. Y algo estaba apareciendo en el líquido del caldero. Por fin, uno de ellos metió la mano y, de una nube de vapor, sacó una bolsa de azúcar refinada.

- Bueno, ya está - dijo, con voz de muchacho -. Café, azúcar. ¿Qué más falta?

- No sé - dijo otro, y se quitó del rostro un pedazo de lana -. Yo creo que deberíamos de tomarnos un descanso, o hacer algo para nosotros.

Uno a uno, los siete hombres se fueron quitando sus barbas artificiales y limpiándose con ellas el sudor de la cara.

- Eso depende si Maxím... - comenzó el que había hablado primero.

- Maxím, el rey, a quién le importa - dijo otro, tronándose los dedos -. ¿Qué es lo que te está comiendo la cabeza, eh, Yura?

- No sé - respondió el aludido -. La reina consorte, creo...

Su suspiro me habría conmovido, a no ser porque unas pisadas me obligaron a retirarme a toda prisa. Me hice a un lado, justo a tiempo para que Maxím y uno de sus compañeros de parranda entraran al camerino.

El grupo de jóvenes magos los saludó como si se trataran de cualquier persona. Maxím sacudió la papada y, mirándolos de arriba a abajo, les dijo:

- Mañana es la boda. Una lástima.

- Sí - alcancé a oír apenas al llamado Yura.

- Y mi padre va a hacer una donación de caridad a la iglesia. Una cantidad bastante fuerte.

- ¿Oye, tu padre todavía...? - alcanzó a preguntar otro mago. Maxím lo interrumpió.

- Eso significa que por hoy, el plan se cancela.

De todas partes surgieron expresiones de desacuerdo.

- Ya, pues - la voz del primer mago superó a la de los demás -. Qué podemos hacer. Mejor vamos a divertirnos un poco.

Se paró frente al caldero, entonó algo que me sonó a música disco, y sacó del recipiente una revista pornográfica. Los demás, excepto Yura, que se quedó sentado en un rincón, se rieron y se abalanzaron sobre el objeto, coreando cada comentario aprobatorio.

- Mira, si te digo que esto está mejor que el concurso de belleza del diez de mayo...

- Sí, aquí tampoco puedes tocar, pero puedes acercar los ojos hasta donde quieras...

- ¿De veras habrá quién se preocupe por las cucharas y el papel? La magia sirve para cosas mucho más interesantes...

Tras diez minutos de no variar la plática, consideré que ya no lo haría y que ya había visto lo suficiente.Me dejó intrigada Maxím, y me prometí a mí misma que un día de estos iba a averiguar qué era de lo que estaba hablando. No sonaba nada bien.

Pero, por ahora, tenía otras cosas de las que ocuparme.


Mi boda se realizó con toda pompa, pero de ahí en adelante no tuvo nada de particular. Mi vestido, que parecía sacado del catálogo más moderno, tampoco. Mi real esposo, mucho menos. El banquete de celebración... bueno, por lo menos de esto sí hay algo interesante qué contar.

Celebramos en uno de los salones más enormes del palacio. "Chispazo", que para la ocasión se había enredado un tapete en el pescuezo, nos espiaba, pero sin lamerse los bigotes, ya que, bien sabía, la provisión de prisioneros de guerra se había agotado en su foso para celebrar la ocasión. El rey me presentó a cientos de personas; funcionarios, nobles, y por supuesto a su grupo de siete magos, que, por alguna razón, siempre se aparecían en público con las barbas de lana bien puestas y los cabellos oscuros cubiertos de ceniza. Uno por uno, me saludaron respetuosamente y dijeron su nombre. No me pasó por alto la mirada triste de Yura. Sí, el muchacho me empezaba a simpatizar. Me agradaba. Era la primera persona, aparte del rey, que mostraba un genuino interés en mí. Por supuesto, no me había pasado por alto, a la hora de las presentaciones, que mi supuesta belleza sólo estaba en los ojos del rey. Oh, y de ese mago, más joven y no mal parecido. ¿Por qué, entonces, había de no creer en la magia? Nunca lo había visto en mi vida, pero podría jurar que él estaba enamorado de mí. ¿Tenía qué creérmelo, o no? Bueno, el príncipe de Blanca Nieves tampoco la había visto en su vida, y se casó con ella (o por lo menos se la llevó a vivir a su casa) inmediatamente.

Entonces vino lo interesante.

El rey se puso de pie. Un ministro anunció que tenía un mensaje especial que dar del día de su boda.

- Amados súbditos - comenzó, queriendo sonar tan familiar como cualquier político, pero al mismo tiempo con su dejo de condescendencia -, tenemos que decir que no hemos pasado otros momentos tan felices desde el día que nuestro querido hijo, aquí presente, vino al mundo.

Maxím estaba muy ocupado comiéndose un cerdo entero.

- También tenemos que anunciar - continuó el rey -, que, para que todo el pueblo compartiera nuestra felicidad, habíamos planeado hacer una donación de caridad a la iglesia, lo suficiente para que cada uno de los pobres de nuestra villa no volviera a pasar hambre en seis semanas. Pero, ay, ya no podremos hacerla. Tenemos la pena de decir, amados súbditos, que el tesoro real, una vez más, ha sido saqueado.

¿Una vez más? Se levantaron exclamaciones generales de asombro. Miré a Maxím de reojo. Maxím se había detenido a mitad de un mordisco y, con la mirada torva, estaba observándome a su vez. No pude evitar hacerle una gran sonrisa. Los ojos se le desorbitaron.

- Por lo tanto - concluyó el rey -, amados súbditos, una vez más hemos de autorizar el aumento del precio a la canasta de productos básicos, con nuestra promesa y nuestra palabra de honor de que, apenas nos sea posible, haremos una generosa donación a la iglesia. Hemos dicho.

El banquete de bodas se había puesto mortalmente silencioso. Los siete magos comenzaron a revolverse nerviosamente en sus asientos. Yo, por mi parte, seguí sonriéndole a Maxím y diciéndole, sólo con la mirada, que sabía algo.

El festejo se terminó abruptamente. Rita me acompañó a mis habitaciones a cambiarme, sin dejar de llamarme “Su Majestad” e insistiendo en que ahora lo que más debía importarme en el mundo era la felicidad de “Su Majestad”. Por supuesto que era obvio, pero no dejó de divertirme pensar, nada más, a cuál de los tres “Su Majestad” se estaría refiriendo, y considerando la remota posibilidad de que tal vez fuera yo, y no el buen rey, o el hijo de perra de Maxím.

Ahora bien, si hay un pensamiento general con respecto al matrimonio es que en el matrimonio siempre hay sexo. Pueden preguntárselo a quien deseen. No serán sinceros, por supuesto, pero es algo que siempre tendrán en la cabeza: cuando les hablen de matrimonio, lo primero que pensarán es en sexo. Algo que me parece francamente ridículo de todos los matrimonios, y que, entre otras razones, ha sido el motivo de que no me vuelva a casar. En mi época de estudiante, asistí a una que otra boda, y todas me parecieron un verdadero teatro. Eran como un anuncio público de “ahora sí me voy a poder acostar lícitamente con esta otra persona”. Pero en fin, por lo menos en la mayoría de los casos, el matrimonio va acompañado de sexo, y lo que me ocurrió, supongo, es una reacción natural: fui al sexo, perdón, al matrimonio, con un sentimiento de general y absoluta curiosidad. Pues sí, a menos que haya otras cosas, por ejemplo amor, involucradas, el primer encuentro sexual de uno es más curiosidad que otra cosa. Y un poquito de terror.

La curiosidad se fue tan pronto como se fue el terror. Y, después de esto, no quedó nada. El rey y yo dormíamos en cuartos separados, que porque esa era la costumbre, y una vez a la semana (que luego se fue espaciando hasta ser una al mes, y luego nada) el rey me visitaba, pero no se quedaba a dormir. Así de sencillo. Muerta la curiosidad, acabó todo lo demás.

Como reina de Sklsfpnnk, no tenía más función que la de amante del rey y compañera en ceremonias. Por lo menos eso era lo que Rita no dejaba de insinuarme. Pero, por supuesto, no iba a conformarme con eso nada más. La actitud de Maxím ante el anuncio del rey sobre el encarecimiento de la comida aún me tenían intrigada. No volví a visitar el camerino de torturas, ni a espiar a los magos, pero hice muchas preguntas. Me enteré que el rey subía el precio de los productos básicos más o menos cuatro veces al año, y el motivo era siempre el mismo: saqueo de las arcas reales. ¿Pues quién vigilaba el tesoro? Bueno, nadie, pero ahí estaba “Chispazo”, y los siete magos tenían su laboratorio de prácticas en la ex-sala de torturas, al lado de la caja fuerte. Me pregunté si era que los habitantes de Sklsfpnnk estaban ciegos o tontos, o si de veras no les entraría en la cabeza que la persona que efectuaba los robos estaba dentro del mismo palacio.

A Maxím (por supuesto que era él; no hacía falta una mente de genio para darse cuenta) no fue nada difícil seguirle la pista. Nada difícil. Bastaba con asegurarse de que el real esposo estuviera profundamente dormido, disfrazarse un poco, y, con mis pasos de tramoyista bien entrenado, seguir al príncipe por una escalera lateral a las afueras del castillo, a casa de un amigo que ya estaba bien fichado en mi mente. No tenía que entrar. Bastaba con oír el alboroto y presenciar la entrada de cantidades fenomenales de comida y cerveza. El príncipe y sus amigos, los siete magos incluídos, daban una fiesta semejante más o menos cada tercer día. Después, sólo tenía que acercarme al foso del castillo, llamar suavemente a "Chispazo", que, tras arreglar algunas diferencias y hacerle probar papas hervidas con chocolate, se había convertido en mi mascota personal), encaramarme a su cuello y dejar que él me subiera hasta los parapetos del castillo, desde donde ya era sencillo deslizarme a mi habitación sin ser vista. Sí, bastaba eso para darse cuenta dónde estaba el dinero del reino. En el reino, por supuesto, pero no precisamente dentro de las arcas reales.

Una vez le comenté al rey que, si sus magos eran tan buenos para aparecer de la nada cucharas, azúcar, café y papel (no mencioné, por supuesto, aquella revista), por qué no habían tratado de sacar dinero de su famosa olla. Mi esposo me contestó que sí, que ya lo habían intentado, pero que sólo habían conseguido extraer un montón de papelitos cuadrados que tenían un olor extraño y que a nadie le interesaron. Por lo tanto, la única manera de conseguir dinero seguían siendo los impuestos y los productos básicos, corporativa real.

Dejémonos pasar seis meses en los que no me decidí aún a mover un dedo contra Maxím, en parte porque no tenía pruebas suficientes y en parte porque había otras cosas en las que preocuparme. Mi esposo era una de ellas. Yo siempre había creído que no se había dado cuenta de que Maxím y yo no nos hablábamos, o en todo caso, que no le importaba, pero no era así. Estaba preocupado por la estabilidad familiar. Tres meses y una semana después de la boda, había comenzado a beber. Y, a diferencia de su hijo, que podía acabarse un tonel de vino sin que le fallaran las piernas, el efecto en el rey resultó desastroso. Con una botella por noche, jamás lo volví a ver sobrio. Comenzó, al igual que Maxím, a salir al atardecer, sin escolta, pero con el manto y la corona. Por Rita, me enteré que se la pasaba hasta altas horas de la noche (que, para un sitio donde no se cuenta con energía eléctrica, es muy tarde) recorriendo las tabernas del pueblo, y, olvidándose del nos real, diciendo que la relación entre su esposa y su hijo lo hacía muy infeliz. Lo cual, por supuesto, dio lugar a muchas malas interpretaciones. El ambiente se puso tenso.

En mis paseos por la villa, a solas, a veces disfrazada y a veces de reina, me pareció notar una actitud peculiar en la gente. La mayoría se comportaban como si fueran actores de una obra que se hubiera prolongado ya demasiado tiempo. Cansados,taciturnos, con parlamentos fingidos que se apresuraban a cortar.

¿Qué podía hacer? ¿Era mi prioridad ayudar al rey, o hacerle la vida imposible a Maxím? Opté por lo primero. El rey, antes que nada, era mi esposo, y aunque hubiera matado mi curiosidad, había sido bueno conmigo.

Una noche me dispuse a salir a buscarlo. Me puse el traje de reina, pero iba decidida a ir sola. A la vuelta de un pasillo, me tropecé con la persona más inesperada. Maxím.

Traía puesta una bata de baño, un modelo que sólo pudo haber conseguido a través de sus amigos los magos. Estaba en la puerta de su habitación. Ese día no le tocaba ir de parranda, por tanto, lo que hacía era que ordenaba a Rita que le llevara una cena para veinte personas a su cuarto. Rita, por supuesto, lo haría, y no me costaba trabajo imaginarme lo que ocurriría luego: la pobre y enamorada Rita, con la actitud suplicante de un animalito que no necesita más que eso para vivir, y Maxím rechazándola y haciendo que se humillara. Siempre que veía a Rita sufrir en silencio, me prometía que iba a hacer algo al respecto. Bueno, ya era hora.

Maxím correspondió a mi mirada con la misma frialdad. Después, me dirigió la palabra por primera vez en seis meses.

- No eres la mitad de reina que fue mi madre - dijo.

- Y tú probablemente eres el doble del hijo que le pude haber dado yo a tu padre - contesté, señalando discretamente sus dimensiones.

Maxím frunció el ceño de tal forma que creí que la piel de la frente se le desprendería.

- ¿No deberías ponerte a dieta, Maxím? - continué acicateando -. Mírate nada más. Un poco más, y no vas a poder moverte. Y, si sigues comiendo de esa manera, uno de estos días te vas a morir de una congestión.

Maxím iba a alegarme algo, pero se quedó callado. Me pareció que había considerado poco prudente perder la compostura.

- No creo necesitar recordarte, reina, con quién estás hablando y por qué - dijo, con una calma muy inestable -. Y que me debes respetar porque soy el hijo de mi padre.

- En ese caso, vámonos respetando los dos, porque yo soy la esposa de tu padre y tu madre, que en paz descanse, era tan esposa de tu padre como yo - contesté -. Hasta ahí estamos bien, ¿no?

- ¿Qué estás haciendo aquí? - preguntó de pronto el príncipe.

- Busco a tu papá, precisamente. ¿No lo has visto?

- Creo que salió. No esperaba menos, con una esposa como tú.

Me reí.

- Y con un hijo como tú, ¿qué es lo que puede esperar uno? Las arcas reales vacías más o menos cada cuatro meses, y eso porque el príncipe heredero no puede amarrarse la boca y festejar con un poco más de sobriedad que el sol se puso y salió la luna. ¿No es verdad, oye?

Maxím casi dio un salto. Bueno, ya había hablado. Quizás hubiera ido demasiado lejos, pero, en todo caso, ya era tarde para dar marcha atrás. Maxím contrajo la cara. Su expresión de furia me asustó más que la cara de "Chispazo" el día de mi llegada al reino. Mentalmente, dio un paso atrás, porque si lo hubiera hecho físicamente quizás el príncipe me hubiera soltado un golpe. Traté de sostenerle la mirada.

- Cuídate mucho, reina - dijo.

- Cuídate tú también, hijo mío.

Entró en su habitación y cerró la puerta de un golpe. Me di la vuelta y casi eché a correr a mi cuarto. Puse los pestillos.

El corazón me estaba latiendo con fuerza, casi a punto de romperme las costillas. Me sentía llena de una emoción extraña, una excitación casi salvaje. Por fin le había hecho frente a ese idiota. Pero, al mismo tiempo, otro sentimiento había comenzado a metérseme: el miedo.

Las últimas palabras que Maxím había dicho, eran, por donde quiera que uno las pudiera ver, una amenaza. Y, aunque no me constara, presentía que Maxím era capaz de hacer cualquier cosa si se sentía en peligro. En su lugar, lo que yo haría sería quitar de en medio a la persona estorbosa. Y, bueno, Maxím tenía a sus aliados magos. Era casi seguro que intentaría callarme la boca de cualquier modo. Así, todo mi pensamiento de ayudar a mi querido esposo se perdió, y lo sustituyó el mucho más urgente de salvar mi propio pellejo.

Hacia la media noche, ya lo había decidido. Maxím se dormía profundamente tras una cena pesada; sus ronquidos solían resonar por los pasillos. Cuestión de escurrirme a su habitación, ponerle una almohada en la cabeza y aguantar así unos minutos. Lo había visto una vez en una pieza teatral. Temblando, aferré el cojín más pesado que pude hallar en mi cama, y salí de mi habitación.

Mis pies descalzos no produjeron el menor ruido. De hecho, no se oía absolutamente nada en el corredor. Ni siquiera los ronquidos de Maxím. Desconcertada, pero aún decidida, seguí avanzando.

Abrí la puerta. Había una vela, una sola y a punto de consumirse, iluminando el cuarto. La mitad de la cena de Maxím, que no era poca, estaba aún en la mesa. Y Maxím estaba en la cama. Cuando le vi la cara, dejé caer el almohadón.

El príncipe estaba completamente inmóvil. Tenía los ojos abiertos, pero uno de ellos estaba totalmente vuelto hacia arriba. De la boca se le escapaba un líquido maloliente. El cuerpo, laxo, estaba desparramado en la cama, como una bola de manteca a medio derretir.

Armándome de valor, le puse la mano en el cuello. Mis dedos tuvieron que hundirse un poco. No encontré pulso. Nada.

- Oh, Dios - empecé a murmurar -. Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios....

Congestión estomacal, seguramente. Demasiada comida y bebida. El tipo estaba muerto, y yo no había tenido que mover un solo dedo. Pero aclaremos las cosas. Por el momento, la situación distaba mucho de alegrarme. Estaba asustada. Realmente asustada. Me sentía como si de veras hubiera sido yo quien lo había matado. Sin pensar, lo tomé de una pierna y, a rastras lo saqué de la habitación.

No sé cuánto tiempo me tomó arrastrarlo hasta los parapetos, pero cuando salí, las estrellas ya estaban abandonando el cielo. Le había metido a Maxím un extremo de su bata en la boca, para que no fuera a regar líquidos por todo el trayecto. Lo solté para tomar un respiro, y después lo empujé al borde del parapeto.

- "Chispazo", "Chispazo" - susurré -. Bisshu, bisshu, bisshu. La cena, cariño. Ven acá.

Las aguas fangosas del foso comenzaron a moverse. Y en el momento en que me disponía a arrojar el cuerpo, una canción rompió el silencio de la madrugada.

Una canción. Una canción de borracho. Una voz pastosa que identifiqué, sin lugar a dudas, como la de mi esposo el rey. Sí, la figura que estaba bailando en una almena, con el manto al aire, no podía ser otra persona. Me quedé mirándolo, sin poder moverme, esperando que de un momento a otro ocurriera lo que, efectivamente, ocurrió.

Uno de los pasos de baile que dio el rey se apoyó en el vacío. Me pareció que el rey no dejó de cantar y bailar ni siquiera al ir cayendo, directo al foso y a las fauces de "Chispazo". De abajo me llegó un violento eructo. ¿Qué podía hacer entonces, más que arrojar a mi vez el cadáver de Maxím, y desear sinceramente a "Chispazo" buen provecho?

Totalmente aterrorizada, corrí a mi cuarto, murmurando igual: Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios. No sabía qué hacer. Me miré al espejo. Mi cara, que no había cambiado a pesar de ser esposa de un rey y amor secreto de un mago. Mi pelo crespo, mi nariz grande... Y entonces, al verme con cuidado al espejo, y pensando precisamente en los siete magos, se me ocurrió una idea. Puse una candela boca abajo, y mientras la cera derretida iba cayendo sobre una charola, con unas tijeras de marca empecé a cortarme el pelo. Quemé el extremo de una astilla de mi cama, y con el extremo carbonizado comencé a pintar líneas en mi rostro. Pasé el resto de la noche en vela, ensayando, armando, deformando.

Según me enteré más tarde, el reino entero había entrado en conmoción al enterarse de lo ocurrido. El príncipe heredero, Maxím, se había escapado a una provincia lejana con la esposa de su padre; ahora quedaba claro que esos dos habían sido amantes mucho tiempo. Mucha gente los condenó, sobre todo a la reina, esa ninfa de los bosques que había aprovechado su juventud y su belleza para destrozar el corazón de un hombre ya mayor. Del igualmente joven y susceptible Maxím no se habló tanto; después de todo, él seguía siendo el hijo de su padre. El rey, abrumado por la pena, se había encerrado en la habitación de su esposa, y había declarado que no iba a salir ni hablar con nadie hasta que se sintiera un poco mejor.

Porque, por supuesto, no iba a arriesgarme a salir sin haberme quedado completamente satisfecha con mi nuevo disfraz, y sin que mi improvisado maquillaje estuviera perfecto. Una vez más, mi amor por el teatro me había salvado. Cuando, una semana después, me arriesgué a salir, a nadie le sorprendió que el rey, por culpa del dolor, hubiera cambiado un poco. A mí sí que me sorprendió que mi arriesgada idea diera resultado. Pero bueno, los habitantes de Sklsfpnnk nunca parecieron ser muy listos, y muy pronto llegué a sentirme totalmente segura tras mis líneas de expresión sutilmente dibujadas, la barba que me había hecho con cera y con mis propios cabellos, y el cojín que hubiera matado al príncipe, ahora parte de mi barriga de sedentarismo. Cada que podía, me miraba al espejo, y yo misma no sabía a qué atribuír el que el parecido me hubiera salido tan perfecto. Ahora yo era el rey.


Lo primero que hice, apenas entré de lleno al poder, fue convertir a Rita en mi secretaria personal. La pobre muchacha, seguramente, había sufrido mucho con la pérdida de Maxím. No lo mencionaba nunca, pero sospechaba que en privado había derramado lágrimas por él. Por mi parte, Rita fue una valiosísima ayuda para irme enterando, poco a poco, de las actividades del rey. Aunque planeaba modificar algunas cosas, no consideré prudente un cambio radical de actitud, así que con frecuencia le pedía a Rita de que me hablara de los viejos tiempos que ya nunca volverían, y de la persona que era yo... nosotros, pues; lo que más trabajo me había dado era acostumbrarme a hablar en “nos”. También, de nuevo para disimular, le pedía de vez en vez que me hablara de mi segunda esposa, y por medio de esas conversaciones me fui enterando de que, a pesar de mi supuesta relación con el hombre a quien ella quería, Rita había llegado a tenerme afecto. A la reina, pues.

Mayo se me vino encima. Dos semanas antes, Rita me dijo que le extrañaba mucho que su Majestad (que a Dios gracias, era ya una sola persona) no hubiera hecho nada de los preparativos del festejos del mes de mayo.

- Nuestra cabeza aún lleva la pena encajada - le contesté -, y en medio de tanta confusión, se nos ha olvidado. Por eso te pido, querida Rita, que nos refresques la memoria. ¿Qué es lo que solemos hacer en el mes de mayo?

Y Rita me contó que en mayo se hacía una celebración anual que incluía toda clase de festejos, ceremonias, y varios concursos; uno de belleza y otro de teatro. Aunque lo último me llamó poderosamente la atención, disimulé. Rita me aclaró, sin que yo se lo pidiera, que lo único que tenía que hacer era anotar una cantidad de dinero que se usara en los festejos por parte del palacio, y que se lo diera a mi administrador real, y que lo demás corría de cuenta del pueblo.

La gente había cambiado. Ahora parecían actores a los que se les hubiera dado un nuevo guión, con el que estuvieran más entusiasmados. Los siete magos, con quienes crucé palabra no más de dos veces, parecían demasiado desconcertados con la desaparición de Maxím como para hacer otra cosa que obedecer órdenes, incluso el demacrado y obviamente entristecido Yura. Y sus órdenes eran, por esta vez, producir tanto papel de china como fuera posible, ya que las calles tenían que adornarse con tradicionales flores recortadas.

Visité las arcas reales. Era para sorprenderse lo mucho que se habían reducido los gastos del palacio sin Maxím. Calculé que podríamos darnos el lujo de derrochar un poco en los festejos del mes de mayo. Y en un segundo en el que comprobé que nadie me estaba viendo, envolví en un trapo un puñado de monedas y lo escondí entre mis ropas.

Sí, efectivamente, el administrador real se hizo cargo de todo, mientras yo, encerrada como solía hacer el rey, me dedicaba frenéticamente a escribir una obra de teatro para enviar al concurso. No tardé mucho, porque mis magos me habían sacado una pluma desechable del caldero y porque el trabajo era en realidad una copia de algo que había escrito anteriormente. Tan pronto como estuvo lista, fui a enterarme de las bases del concurso. El jurado estaría compuesto nada menos que por la noble sociedad de autores de Sklsfpnnk, y, por supuesto, había que mandarles los trabajos sellados y con pseudónimo. La obra ganadora se elegiría de antemano, para que el grupo nacional de actores la representara al final de los festejos de mayo. Hasta entonces, sería un secreto que ni siquiera el rey podría conocer.

Pensé un poco antes de mandar mi manuscrito. Al final, lo sellé, escribí el nombre de mi vieja prima, masculinizado, e hice que lo enviaran a la noble sociedad. Y unos días más tarde, hice llamar a Rita y, con todo el secreto del mundo, la mandé a visitar al presidente de la noble sociedad de autores de Sklsfpnnk con una bolsa que contenía el dinero que me había apartado del tesoro real y un mensaje: “Su Majestad quiere que sea usted generoso con....” y aquí el nombre masculinizado de mi vieja prima. Tras haber hecho esto, no pude dormir.

Los festejos del mes de mayo no se diferenciaron mucho de cualquier fiesta religiosa en algún pueblo. Hubo banquetes, fiestas, incluso juegos mecánicos, por supuesto, con todo lo que una tecnología poco avanzada pudiera proporcionar. De muchas partes llegaron héroes que alegaban de hazañas extraordinarias. Lo único que no me gustó fueron los concursos de belleza. Consistían en ver desfilar grupos de mujeres y hombres desnudos delante de todo el pueblo, mientras que la gente, sin ninguna misericordia, les iba señalando sus defectos. Al final, al hombre y a la mujer que hubieran recibido menos abucheos se les declaraba ganadores y recibían un premio, un ramo de flores o algo así de ridículo, que tenían que recibir sin haberse puesto, todavía, prenda alguna. Y tuve que presidir el espectáculo, y tragarme las caras y las payasadas de algunos pasados de la raya.

No hay necesidad de aclarar que si había un día que yo estaba esperando con verdaderas ganas, era el final, el del concurso de teatro. Cuando anunciaron el nombre del trabajo ganador, no me sorprendí. Y al abrir el sobre cerrado donde venía el verdadero nombre de los participantes, y avancé a recibir los honores, ninguno de la noble sociedad de autores de Sklsfpnnk me miró mal. Estaban tan sorprendidos como el resto de la gente. El presidente se puso a hablar de las cualidades dramatúrgicas escondidas del rey. Me pregunté si sólo él, y no los demás miembros de la sociedad, sabrían de mi soborno, y durante una media hora me sentí muy mal, casi con ganas de llorar. Pero más tarde, el ver una obra mía representada por primera vez borró todo sentimiento de culpa, e incluso me hizo olvidar que quizás había incurrido en una indiscreción importantísima: el soborno, la obra, el interés por el teatro, ¿no sería algo que para nada tuviera que ver con el verdadero rey?


Las inquietudes tuvieron su tiempo, y se fueron. Los meses pasaron volando. El día de la desaparición de Maxím y la reina, dicté luto nacional y pronuncié un discurso muy elocuente en el que declaraba que no les guardaba rencor y que deseaba que fueran muy felices, donde quiera que estuvieran. Por entonces, tan sólo "Chispazo" y yo sabíamos lo que realmente había ocurrido.

Poco a poco me fui volviendo más osada, y me puse a hacer cambios y más cambios. Primero, fue el asunto de las guerras. Poniéndome a examinar documentos y datos traídos de boca por los jefes de mis ejércitos (que eran siempre los mismos) me di cuenta de que, en realidad, el motivo principal de las declaraciones de guerra de mi país era conseguir alimento para "Chispazo". "Chispazo", que por cierto había pescado una diarrea terrible tras comerse al príncipe y al rey, ya estaba muy acostumbrado a su dieta de papas hervidas con chocolate, y de vez en cuando le daban un criminal común. Así que, puesto ese asunto en claro, mis embajadores partieron hacia los cuatro puntos cardinales a firmar tratados de paz.

Mi administrador se convirtió, bajo mis órdenes, en la cabeza de un parlamento en el que cada miembro se ocupaba de una parte del reino. Dividir el trabajo de esa manera no había sido nada fácil, pues cada mapa de Sklsfpnnk que se me mostraba era diferente al otro, y nadie se ponía de acuerdo sobre cuáles eran los límites verdaderos del reino. Unos decían que no pasaba de la ciudad amurallada, otros que se extendía más allá de donde se ponía el sol. En fin, harta de tantas diferencias, junté todos los mapas, dibujé yo misma uno en donde se juntaban todas las regiones que aparecían en los demás y se los eché a la cara a mi administrador, para que él mismo los dividieran en diez partes. De ese modo, cada funcionario (elegido por votación de entre los habitantes de la región correspondiente) se ocupaba de manejar sitio por sitio, registrar la opinión pública y otras acciones políticas. Cada mes hacíamos una reunión para ver cómo iban las cosas. Y las cosas, al parecer, iban bien. Sin aumentos a los productos básicos y con estímulos al comercio independiente, la vida de la gente mejoró. Al parecer, todo el mundo estaba contento.

Sí, y se me hacía muy raro. A veces pienso si con mis acciones no estaba buscando, en realidad, ponerme una soga en el pescuezo. Pero nada ocurría. Me extrañaba sobre todo de Rita, que era quien pasaba más tiempo conmigo. Y del administrador. Ya no me dejaba satisfecha la teoría de que los habitantes de Sklsfpnnk eran simplemente tontos y por eso no se daban cuenta de nada. Algo tenía que pasar, antes de que me dejara el brazo rojo de tanto pellizcarme.

Y sí, pasó algo. Un día, mi administrador me llegó con una noticia que, de algún modo, ya me esperaba: que un sector de mi reino estaba descontento.

- Su Majestad - llamó suavemente a mi puerta.

Levanté la vista de mi escritorio; me había encerrado a escribir una obra de teatro, esta vez original. Mayo del nuevo año estaba ya cerca.

- Estamos ocupados, administrador - respondí -. ¿Es urgente?

- Sí, su Majestad.

Antes de abrir la puerta, como siempre que lo hacía, verifiqué en un espejo si mi barba estaba en su sitio. Para entonces, sólo me la quitaba para dormir y para bañarme, y las dos actividades eran algo que yo no realizaba a menos que tuviera tres cerraduras de por medio.

- ¿Qué sucede, administrador?

- Hay rumores de rebelión, Majestad - contestó el administrador; se veía algo pálido y estaba muy serio -. Lo sé de buena fuente.

- ¿Rebelión?

- Los magos, su Majestad. Parece que su descontento dura ya mucho.

- Bueno, pudieron haber abierto la boca - dije, pensando para mis adentros que a lo mejor a mí también me hubiera hecho enojar el que me privaran de mis bacanales de un día sí y otro no.

- Parece ser que intentan un golpe de estado.

- ¿Qué? - tan sólo siete tipos, pero siete tipos que podían hacer maravillas con un caldero mugroso que estaba en el camerino-laboratorio de magia. Pero, si no habían hecho nada hasta entonces...

- ¿Son ellos solos? ¿No sabes si hay alguien que los dirige? - pregunté.

- Oh, sí, Majestad - asintió frenéticamente el administrador -. Víctor.

- Víctor - repetí en voz baja. El nombre no me sonaba en lo absoluto.

- ¿Qué podemos hacer, Majestad? - insistió el administrador -. No podemos arrestarlo así nada más. Al parecer, él y los magos ya han estado hablando con muchas personas, y es posible que ya cuenten con seguidores. Si lo ejecutamos, las cosas podrían empeorar.

- No, no - de cualquier modo, la violencia inmediata nunca había sido mi política -. Espera un poco, administrador. Necesitamos pensar. Te llamaremos en unos minutos, ¿sí?

Cerré la puerta en sus narices. Ahora recordaba. Sí, mi difunto esposo me había mencionado a ese tal Víctor una vez. Víctor era un encargado de los establos. De hecho, el encargado del caballo favorito del rey. Un detalle crucial que se me había pasado a lo largo de toda mi farsa: al rey le encantaban los paseos a caballo. El rey no me había comentado gran cosa de Víctor, su mozo de cuadras, salvo que era un muchacho muy inteligente. Si Víctor era de verdad tan inteligente, y llevaba cerca de un año cuidando de un caballo que nadie montaba, posiblemente ya hubiera sospechado algo. Quizás, incluso, supiera la verdad. Me extrañó ver lo poco que me preocupaba la situación. Se me hizo tan raro darme cuenta de que me sentía preparada para correr a la menor señal de peligro, y que lo único que podía lamentar de dejar atrás de la vida que estaba llevando era lo del teatro. De cualquier manera, no iba a dejar que las cosas siguieran su curso sin aclaraciones, así que llamé a mi administrador y le dije que me entrevistaría con Víctor yo misma, es decir, nosotros mismos, en su lugar de trabajo. El administrador pareció inquietarse mucho, e insistió en que, por lo menos, me llevara a la guardia real. Poco después, me vino con la noticia de que Víctor estaba listo para verme en cualquier momento.

Por lo menos sabía dónde se encontraban los establos, aunque nunca me había metido a ellos. Seguí los pasos de mis guardias. Bajamos a uno de los patios laterales. Ahí, frente a las caballerizas, nos estaba esperando un hombre alto, que llevaba puesto un kilt y nada más.

Bueno, creo que me ha llegado el momento de meterme con asuntos escabrosos, y de arriesgarme a que las personas que leen esto me juzguen mal. Pero espero que un poco de comprensión ayude a suavizar las cosas. Pues lo primero que pensé al ver a Víctor por primera vez, fue que no había conocido a un ser humano más perfecto.

Víctor tenía la espalda ancha, y los músculos se le marcaban desde el estómago hasta el cuello. Los brazos, brillantes de sudor, eran gruesos, pero no deformes. Su piel tenía el color oscuro de quien pasa mucho tiempo al sol, claro, con la ayuda de un buen bronceador, pero su cabello, que le llegaba a los hombros, era rubio, y sus ojos muy azules. La nariz recta, los labios gruesos, las pestañas largas. Era un rostro hermoso, pero, al mismo tiempo, muy varonil. Lo lamento, pero no pude menos de estremecerme al verlo.

- Víctor - tartamudee.

Entonces, él se volvió a mirarme. Sus ojos azules se abrieron mucho, su mandíbula se aflojó y el sensual labio inferior dio la impresión de caérsele hasta el piso.

- ¿Eh? - dijo.

Traté de que mi decepción no pareciera femenina. Pasé saliva, y decidí irme al grano.

- Víctor, nos han llegado rumores de que has estado conspirando en contra de tu rey - dije -. ¿Qué tan cierto es eso?

La boca de Víctor no cambió de posición. Movió la cabeza de un lado a otro.

- ¿Eh? - repitió, con la voz inconfundible de alguien que tiene serios problemas cerebrales -. ¿Qué es “conspirar”?

- No, creo... creemos que no - murmuré, y le di la espalda. Una sola vez me volví a verlo, y estaba clavado en su lugar, sin haber movido un músculo, y con la misma mirada idiota.

Me encerré en mi cuarto, pidiendo que, ahora sí, no se me molestara por ningún motivo. Traté de escribir, pero ya no tenía inspiración. Me arranqué la barba, casi haciéndome daño. Frente al espejo, fruncí el ceño.

- Un estúpido semejante no puede estar tramando una conspiración en serio - dije en voz alta. Y después murmuré -: Y es tan guapo...

Un toque a mi puerta me sacudió. Apresuradamente, me puse la barba, y salí a abrir. Rita.

- Su Majestad pidió que se le trajera la cena a su habitación - dijo sonriendo.

- Ah, sí - casi lo había olvidado -. Gracias, Rita.

La vi alejarse, tan confiada. Me enfurecí, sin razón aparente. Aquella noche soñé con Víctor. Uno de esos sueños que no hubiera relatado ni a cambio de la promesa de que tendría siempre a mi lado a un hombre como él.


Mi obra se quedó a medias. El resto de mis actividades reales cotidianas, también. A la insistencia de mi administrador de que tenía que hacer algo con los magos, ya que las señales de rebelión eran cada vez más evidentes, le dije simplemente que los hiciera desterrar, cosa que se hizo de inmediato. Así, nada más. Comencé a descuidar mis obligaciones. Me levantaba todos los días de mal humor y con el ánimo demasiado pesado para intentar hacer algo. Era lo normal: acababa de iniciar con una serie crónica de pesadillas. En una de ellas, me veía convertida en el rey, y tomando por esposa a un Víctor vestido de mujer. En otra, Maxím salía disparado del hocico de "Chispazo" y, con la ropa entreabierta, se ponía a bailar en las almenas repitiendo: “Sé algo que tú no sabes, sé algo que tú no sabes”... Y en otra, me veía con mi vestido de novia, como el día de mi boda, sólo que, al llegar al altar, me daba cuenta de que mi prometido era... la vieja prima. Desde luego que ésta fue la más horrenda de todas.

No dudo que los nuevos rumores (sí, siempre los habría) ahora versaban sobre la holgazanería del rey. Me pasaba horas enteras en mi cuarto, pero ya no escribiendo teatro o leyendo las peticiones de mis súbditos, sino mirándome al espejo, sin la barba puesta, y llenándome la cabeza de pensamientos raros. Miraba mis pequeños ojos, cansados y rodeados de ojeras y mi cara limpia y pálida, y de pronto me ponía a pensar cosas por el estilo de: “¿Y qué quieren que haga? Soy mujer. Debo ocuparme, aunque sea un poco, de mi femineidad. Tengo que pensar en una relación, en mi pareja. Eso debe ser lo más importante para mí. ¿No lo hacen así todas las mujeres? Un amante, hijos... ¿no es eso realizarse como mujer? ¿Cómo puedo ser rey, entonces?”. Y, como siempre sucedía, de pronto alguien llamaba a la puerta, y en menos de un minuto tenía que ponerme la barba y pintarme con carboncillo las líneas de expresión del rey. Me puse de lo más irritable. Empecé a odiar todo lo que me rodeaba: el castillo, mi administrador, el reino; incluso Rita, la pobre Rita que no me había causado ningún mal. A todo y a todos, menos a "Chispazo", porque con él se podía hablar.

Para distraerme, por lo menos esa era la excusa que le daba a mi administrador y a quién preguntara, me acostumbré a montar todas las tardes. Iba diariamente a los establos, y conversaba con Víctor, conversaciones en las que no empleábamos un vocabulario de más de cien palabras, y después salía a cabalgar, con todo y que jamás le había puesto el pie a un caballo. De vez en vez le pedía a Víctor que me acompañara.

A la siguiente reunión del parlamento, me enteré que, en algunas provincias alejadas estaban comenzando a surgir problemas. Al parecer, los siete magos no se habían tomado en serio lo de su destierro, y estaban metiendo ideas raras entre la gente más alejada de la capital. Ninguna de esas ideas, lo más curioso, tenía que ver con un príncipe y un rey muertos, y una reina usurpando el lugar de su esposo. Eran ideas muy al estilo anticuado de la revolución francesa: ellos tienen más que nosotros, ¿por qué, si nosotros somos más listos? Y el autor de todo ello, señalaban las evidencias, era un hombre llamado Víctor.

Salté. Lo mismo el administrador. Defendí mi postura: el Víctor líder de la rebelión no podía ser el mismo que cuidaba los caballos en mi cuadra. Claro que no. El administrador sugirió que lo hiciéramos desaparecer a discreción, y cuando le recordé nuestra conversación al respecto, donde habíamos descartado la ejecución, respondió que los accidentes pasan todo el tiempo, y que Víctor era una víbora que teníamos guardada bajo la almohada.

- Pero - insistí -, ¿no puede ser que haya dos tipos llamados Víctor?

- ¿Quién más podría ser? - dijo el administrador -. Víctor siempre tuvo buenas relaciones con los magos.

- Permítanos hablar con él - casi supliqué.

- ¡No puedo creerlo, su Majestad! - exclamó el administrador, y me dio la espalda.

De nuevo en mi cuarto, traté de pensar. No lo conseguí. Tontería tras tontería, eso era lo que estaba haciendo. Pero Víctor, alguien que parecía tan imbécil... ¿con ideas de la historia de Francia? Y que además era tan guapo...

Algo muy extraño estaba pasando con mi mente. De algún modo, no era capaz de pensar con claridad.

Nunca había estado enamorada, necesito confesarlo. Era lo único en lo que la vieja prima y yo podríamos parecernos. Era por eso que mis sentimientos me resultaban tan confusos. No sabía nada. Mi conocimiento sobre el amor se limitaba al teatro de Shakespeare, y mi conocimiento sobre el sexo era puramente orgánico, con práctica insatisfactoria. Si me hubiera dado cuenta, si hubiera logrado identificar a tiempo amor y deseo, por lo menos las cosas hubieran terminado de otra manera.

Bueno, ahí estaba yo, ignorando los consejos de mi administrador, sin ser capaz de preguntarle a Víctor si era cierto eso del golpe de estado, sin nadie a quién confesarle mis problemas. Sola, ahora sí. Sola, como siempre lo había estado, salvo que esta vez, el estar sola me causaba muchísimo daño.

Apenas me quedaba un confidente, el que sabía todo desde un principio. Con quién, todas las noches, conversaba desde la almena.

- "Chispazo" - le decía, acariciándole las fosas nasales -. Eres mi único amigo. Va en serio. No puedes hablar, pero me sabes escuchar, y eso es lo mejor para mí. ¿Qué voy a hacer con Víctor, "Chispazo"? ¿Y qué voy a hacer conmigo?

Y "Chispazo" no me decía nada. Me miraba con sus ojotes, y ya. Si comprendía o no, jamás lo supe.

Un día, incluso, me puse a llorar. Lloré como nunca lo había hecho. Era lo normal, pensé. Sentía la cabeza tan llena de agua, que de algún modo tenía que echarla fuera.


Maldita sea. Me acuerdo del maldito día como si hubiese sido ayer. Era el último día de los festejos de mayo. Uno de los malditos días en los que incluso el rey tenía que levantarse temprano. Yo tenía un reloj despertador de pilas, uno de los últimos artículos que me habían proporcionado los magos. Pero eso había sido ya hacía mucho, y, como ya no había magos y las pilas se estaban agotando, la alarma a veces funcionaba y a veces no.

Tenía una migraña terrible. Con un esfuerzo de los mil demonios, había alcanzado a terminar mi obra de teatro para el concurso, y Rita la había llevado a la noble sociedad de autores junto con el mensaje y el soborno de siempre. El seudónimo que había utilizado era el nombre de Yura, y no sé por qué me vino a la cabeza.

Y por cierto que no había sido nada fácil escribir la dichosa pieza, con todo lo que traía en la cabeza. Y, después, como rey, presidir todos los festejos. Estaba agotada. De verdad. Así que, ese día, le pedí a mi administrador que cancelara todos mis compromisos, con la excepción del teatro a la hora de la clausura, y, como siempre, me dirigí a las cuadras.

Hacía calor. Muchísimo calor. No pude soportar mucho las calzas que llevaba bajo la túnica real, y acabé por quitármelas. Y mi propósito al ir a los establos no era, como podrían imaginarse, ver a Víctor, sino que esta vez deseaba de verdad dar un paseo sola por ahí. Me había hecho buena amiga del caballo del rey, que por otra parte era bastante dócil; y, aunque nunca le había hablado de la misma forma, sospechaba que el animal sería un confidente tan bueno como "Chispazo".

Pero sí, cuando bajé a la cuadra, ahí estaba Víctor. Con su kilt, y nada más. Con la piel bronceada húmeda, pero esta vez sí alcancé a ver que se estaba echando agua del bebedero de los caballos.

- Buenos días, Víctor - lo saludé, sin mucho protocolo.

- ¿Eh? - me contestó.

Me sostuvo el caballo, como siempre. Me dispuse a montar con todo el desgano del mundo. Y con todo el descuido. Se me había olvidado que no traía puestas las calzas. En el momento de apoyar el pie en el estribo, mis piernas quedaron al descubierto.

- El rey tiene unas piernas hermosas - observó inopinadamente Víctor. Era la primera vez que lo oía pronunciar una frase de más de cinco palabras.

Me ruboricé, involuntariamente, y me apresuré a bajarme la túnica.

- Víctor, te agradeceríamos que en lo sucesivo no volvieras a hacer comentarios acerca de nuestras piernas.

- ¿Qué significa “sucesivo”? - respondió Víctor.

- Ya, no importa - le dije, y le di la vuelta a mi montura. Cuando estaba por salir, advertí que Víctor me estaba siguiendo al trote.

- ¿Qué quieres, Víctor? - le dije con impaciencia.

- El rey necesita compañía.

- No, preferimos estar solos.

- El rey me agrada.

- Ya basta.

- Quisiera acompañar al rey.

- Mira - suspiré, aquello era ya demasiado -. Vas a ir a la obra de teatro, ¿verdad? Bueno. Al final, hazme... haznos un favor. Dile a Rita... conoces a Rita, ¿no?, que tengo... tenemos que verte en mis... nuestras habitaciones. Te recibiremos en privado. ¿De acuerdo?

Víctor ladeó la cabeza. Sonrió. Nunca lo había visto tan guapo. El corazón se me aceleró. Su boca entreabierta, asomando apenas los dientes, se abrió un poco más, y sus labios se fruncieron como para besar.

- ¿Eh? - dijo.

Ahogué un gemido, y le repetí todo hasta darme cuenta de que lo había entendido. Creo, no estoy segura, que en algún momento se me olvidó usar el “nosotros”. Para lo que me importaba ya.

Mi obra, por supuesto, fue la ganadora. Pero esta vez ni siquiera la disfruté. Sólo podía pensar en Víctor, y en esa noche, y en lo que me las arreglaría para que ocurriera. Porque sí, algo tendría que ocurrir. Ya había sufrido demasiado por culpa de ese tipo. Me hacía falta una compensación. Sí, tendría que enterarse de la verdad, pero, a juzgar por las capacidades mentales que le había visto, de seguro al día siguiente se le olvidaría.

Terminada la representación, me fui a mis habitaciones a darme un baño. Le dije a Rita que no recibiría a nadie, excepto a Víctor, para una audiencia privada.

Me metí al agua caliente, y froté cada parte de mi piel con todo el esmero del mundo. Al salir del baño, me puse la mejor túnica que tenía, sin nada debajo. Se me veía extraña, sin el pecho vendado y sin el cojín que hacía las veces de barriga. Me arreglé mi corta cabellera como mejor pude. Y, por supuesto, no me puse la barba. Apagué todas las velas del cuarto, excepto una.

Unos minutos después, llamaron a la puerta.

- ¿Quién es? - pregunté en voz baja.

- Víctor.

- Pasa - no había puesto los cerrojos esta vez.

Oí el sonido de la puerta al abrirse. Y unos pasos. Estaba dándole la espalda a la puerta, así que no podía saber con certeza si era Víctor quien había entrado.

- ¿Víctor?

- ¿Eh?

Sí, era él.

Elegí con cuidado mis palabras. No quería hacer conversación, y no quería decir frases demasiado complicadas. Quería sólo que ocurriera, y ya.

- Víctor - dije, sin fingir la voz, olvidándome de la manera protocolaria -, tú me dijiste que tenía unas piernas hermosas. ¿Te gustan las piernas de tu rey? ¿Te gusta... - y entonces comencé a darme la vuelta, y mientras lo hacía, a levantarme la túnica hasta los hombros -... tu rey?

Ahí estaba, frente a él, exponiéndole mi cuerpo y mi secreto. Y él estaba viéndome, con sus ojos de idiota clavados en mi entrepierna. Me ruboricé.

Y entonces su expresión cambió. La boca floja adquirió un gesto de desprecio. Entrecerró los ojos. Se irguió, y se llevó un puño a la barbilla.

- Bien, ya tengo lo que quería saber - dijo con voz firme.

Solté mi prenda.

- Pero...

- Ya sabía que alguien estaba usurpando el lugar del rey - Víctor se me acercó a pasos largos, amenazadores -. Sólo me faltaba saber de quién se trataba. ¡Maldita perra! -. Me tomó por los antebrazos y me arrojó al suelo.

Ya sé que parecerá ridículo, y que fue lo peor que pude haber hecho, pero así sucedió. Las lágrimas comenzaron a correrme por las mejillas.

- No intentes hacer nada, porque, te lo advierto, lo sé todo - continuó Víctor -. Sé que asesinaste al rey para quedarte con el trono.

- Oye...

- Sí, no puedes ocultarlo, porque tengo testigos. El príncipe Maxím, a quien han acusado falazmente de ser tu amante, me lo ha contado todo.

- Pero si Maxím...

- ¡Silencio! Maxím te vio apuñalar al rey y echarlo al foso. Sólo tenía que comprobar que en realidad eras tú.

Me puse de pie. Seguía llorando, sin poderme contener, pero también tenía ganas de dejar algunas cosas en claro.

- Oye, pero si Maxím te dijo eso, ¿cuándo te lo dijo? ¿Dónde está?

- El príncipe heredero se encuentra en un lugar seguro, y no saldrá hasta que se aclare su reputación. ¿Necesitabas saberlo, perra?

- Oye, ya deja de insultarme. Después de todo yo... - me detuve. Qué momento tan poco adecuado para una declaración.

Víctor dio vueltas en círculo, sin hacerme caso.

- Ahora no necesito saber más - dijo -. Mañana, el pueblo se enterará de quién eres. Y recibirás el castigo que mereces, que no te quede la menor duda. Por el asesinato del rey, pero, sobre todo, por tu régimen tirano... ¡Libertad, igualdad, fraternidad! - acabó gritando.

- Sí, supongo que es lo menos que me merezco, por idiota - murmuré, dejándome caer en la cama. Víctor se dirigió a la puerta. Me miró una vez más.

- Vas a quedarte aquí, ¿me has comprendido? Tengo la llave de estos cuartos. No quiero que salgas, ¿entiendes?

Antes de salir, me lanzó una mirada fulminante. Y, en ese momento, el labio inferior se le cayó, una señal inconfundible. Se quedó unos momentos así, sin decir nada más. Luego se marchó.

Tuve un presentimiento. Fui hacia la puerta, y le di un tirón. Efectivamente, la había dejado abierta. Así que, después de todo, Víctor era Víctor.

Ya no me importaba nada de lo que había pasado, ni tenía ganas de preguntarme si eso de que Maxím estaba vivo era o no cierto. Tenía que escapar, eso era lo más urgente.

Llamaron a la puerta. Automáticamente, dije “pase”.

Rita. Sí, tenía que haberme reconocido. Pero no pareció sorprenderse en lo más mínimo al verme sin la barba.

- Su Majestad necesita ayuda - dijo, sonriendo, y me extendió un bulto de trapos. Lo examiné: era el uniforme que usaba la servidumbre del palacio.

- Rita...

- ¿Desea su Majestad que la ayude a cambiarse?

Asentí. Rita esperó a que me pusiera la ropa interior, y después me ayudó a colocarme las prendas como lo hacía cuando yo era reina.

- Entonces lo sabías... - dije, porque quería hablar. Quería saber todo de una vez.

- Sí, su Majestad - respondió Rita.

- ¿Cómo...?

- Porque su Majestad nunca dejó de apreciar mi compañía por las noches cuando se sentía demasiado triste.

- ...

- Su Majestad el rey.

- Ah... - repliqué, torciendo la boca. Maldije mentalmente a mi querido esposo, y a lo que quedara de él en el organismo de "Chispazo".

- Espero que su Majestad no me lo tome a mal.

- ¿Yo? No, no te preocupes... Eh, bueno... hay algo más que a lo mejor no sabes. Yo no maté al rey, que conste.

- No, su Majestad, lo sé.

- Se cayó al foso. Estaba borrachísimo. Y... eh... todavía no acabo. Maxím...

- ¿Sí, su Majestad?

- Ay, Rita - sollocé, más por la tensión que por verdadera pena -. Maxím está muerto. Lo vi con mis propios ojos. Ay, yo sé que estabas enamorada de él. Y... yo lo iba a matar, porque me amenazó.

- ¿Su Majestad descubrió que era él quien saqueaba las arcas reales? - preguntó Rita.

Fruncí el ceño.

- ¡Cómo! ¿Sabías eso también?

- Sí, su Majestad.

- Bueno, de cualquier forma, yo arrojé a Maxím al foso. Según yo estaba muerto ya, pero igual pudo haber estado vivo todavía. La congestión estomacal que le pegó...

- Oh, no, su Majestad - aclaró suavemente Rita -.Estaba muerto. En su cena puse veneno más que suficiente. Su Majestad no tiene por qué preocuparse.

No pude evitarlo. Con algo de horror, me aparté de Rita. La jovencita seguía mirándome con sus ojos dulces y su sonrisa que hacía que uno se olvidara de su fealdad.

- Rita... - pero no podía creerlo.

Rita no pareció darse cuenta de mi reacción, puesto que volvió a acercárseme y a darle los últimos toques a mi vestimenta.

- Era parte del plan que teníamos mi prometido y yo para salvar al reino. Su Majestad estaba llevando a un límite peligroso la economía nacional.

- Maxím, dices...

- Sí. Pero no contábamos con que su Majestad se volviera a casar, o que muriera.

No pregunté quién era su prometido. Creí saberlo ya.

- Si su Majestad sale así - dijo Rita, observando con ojo crítico mi arreglo -, nadie la reconocerá. Puede tomar un caballo de la cuadra, porque Víctor no está ahí. Salió a celebrar al pueblo con los amigos.

- Vaya...

- Ah, y su Majestad podría necesitar dinero. Aquí tiene - añadió Rita, y me tendió dos bolsas de monedas. Dos bolsas que se me hicieron conocidas.

- Rita - dije -, pero si este dinero...

- Su Majestad me lo dio para la sociedad de autores. Pero pensé que lo podría necesitar, y preferí guardarlo.

- Entonces... - los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas. Entonces... Me pareció que Rita participaba de mis emociones, aunque no creo que con el mismo motivo. Vi que se frotaba los ojos rápidamente con el revés de la mano.

- Su Majestad necesita darse prisa - recomendó.

Asentí. Juntas, salimos a la cuadra. Muy falto de prudencia, sí, pero tomé el caballo del rey. Era el único que me atrevía a montar. Rita me sostuvo las riendas, como solía hacerlo Víctor.

- Gracias - le dije -. Oye, si no es mucha la curiosidad, ¿por qué haces esto por mí? ¿No te estás metiendo en problemas? ¿Qué va a decir tu prometido si se entera?

- Su Majestad siempre fue muy buena conmigo - respondió Rita -. Mejor que nadie. Y mi prometido... últimamente se ha comportado conmigo como lo hacía su Majestad...

- ¿Yo?

- Su Majestad el príncipe. Quizás no debo quererlo más -. Rita le dio una palmada al caballo, que estaba medio adormilado -. Él fue quien dejó la puerta abierta. Es su culpa. Váyase pronto, su Majestad. Que tenga buen viaje.

Saludé con la mano, y espolee el caballo. Lo último que vi al partir fue a "Chispazo", que, despierto a deshoras, me lanzaba la mirada desvalida de un cachorro abandonado.

Las calles estaban silenciosas. El único ruido que alcanzaba a oírse provenía de las tabernas. Para ser sincera, nunca llegué a contar cuántas tabernas había en la capital de Sklsfpnnk. Suficientes, supongo, y todo el mundo estaba ahí, enterándose del gran descubrimiento de Víctor. Todo el mundo. Ni siquiera las puertas estaban vigiladas. Bueno, cabe decir que desde la firma masiva de tratados de paz, la vigilancia de la ciudad amurallada era bastante floja.

Salí sin mayor problema. Y corrí, sin más rumbo que mis cálculos para largarme de ahí lo más pronto posible, hacia la noche.


Y he aquí lo que ha pasado desde entonces:

Víctor, apenas me marché, se proclamó rey. Rita, tal como me lo esperaba, fue su reina. Víctor, en un discurso popular, contó una historia interesantísima sobre cómo la segunda esposa del rey había usurpado su lugar después de asesinarlo, y luego, al intentar escapar, había caído en las fauces de "Chispazo". Un castigo ejemplar, había dicho. Sí, y una muestra de lo poco que le importaba, en realidad, mi vida.

Lo primero que hizo Víctor al subir al trono fue disolver mi parlamento y establecer uno nuevo con seis de los siete magos que le quedaban. Le declaró la guerra a todas las fronteras, pero no se volvió a preocupar por ello. Sus magos se la pasaron intentando sacar toda clase de armas de su caldero, y uno se voló los sesos tratando de averiguar cómo se utilizaba una, así que sólo quedaron cinco. Y "Chispazo", que de seguro no volvió a recibir sus papas hervidas con chocolate, engordó muchísimo, pero no por comer prisioneros de guerra, sino porque alimentarlo con ciudadanos que se atrevían a diferir con la política del rey Víctor se hizo la costumbre más común.

Víctor se convirtió en un verdadero tirano. Lo peor de todo fue que, hasta hoy, ha seguido diciendo que su gobierno es provisional, y que sólo permanecerá en el trono hasta que el verdadero rey, Maxím, regrese. Algo que, bien lo sabemos Rita, él, "Chispazo" y yo, no va a suceder.

Seis magos regresaron al reino con él, y uno, como ya dije, está muerto. El séptimo... bueno, estoy viviendo con él. Yura. Me lo encontré en un pueblo fronterizo. Creo que está enamorado de mí. Nunca le he preguntado por qué me quiere. Me conformo con dejar que lo hago. La provincia donde vivimos ahora es una de las tantas que está en guerra con Sklsfpnnk, claro, en sentido pasivo. Estamos muy al margen de lo que ocurre afuera. Nuestra mayor preocupación es hallar un modo de hacer funcionar nuestra minitelevisión con videocasetera integrada, que junto con un cuchara (todo extraído, con mucho esfuerzo, de la olla de cocinar), quizás sea el camino de regreso a casa. Casa... vaya. Le he hablado a Yura de mi vida anterior, de mi teatro, de mi departamento, mi familia y mi vieja prima. Si regreso, seguro se va conmigo. Sí, y nos convertiremos en una de esas parejas desubicadas y sin un centavo. Porque, aunque hasta hoy nos estemos manteniendo con mi dinero, no creo que la moneda de Sklsfpnnk sirva de nada en mi mundo. Y, si bien de la olla podemos sacar algo de papel moneda, quién sabe si podemos llevarlo con nosotros. Quién sabe, incluso, si podré llevar conmigo a Yura. Y en caso contrario, ¿qué objeto tendría partir? Como sea, no tengo la menor intención de acabar como mi vieja prima.

¿Que si estoy enamorada? No lo sé. Sí, es lo más probable, y si es así, no se parece nada a lo que sentía por Víctor. Yura tuvo la decencia de devolverme la curiosidad, lo cual de por sí ya es para agradecerse; y de arriesgarse por mí, comprometiéndome, de esa forma, a que yo me ariesgue por él también. Supongo que eso es amor. Un poco de curiosidad y un poco de riesgo mutuo. La curiosidad es la parte del sexo, y el riesgo es todo lo demás.

Una pila grande, eso es lo que pienso que sería la solución. Conectada a la televisión, podría hacerla funcionar. Un reflejo en la cuchara. De la misma manera que vine. Pero hemos retrasado ese experimento. Porque, aunque ansío volver a casa, al teatro, tengo unas ganas morbosas de ver qué es lo que va a pasar con Sklsfpnnk. Porque algo va a pasar. Y, como se ven las cosas, va a ser muy pronto.

Víctor está cavando su propia tumba. Sí, está cometiendo el error de ganarse el odio de su gente, pero eso no lo es todo; los cuentos de hadas están llenos de pueblos sumisos que, más por pereza que por otra cosa, no hacen nada para rebelarse. Y una rebelión en Sklsfpnnk necesitaría, por fuerza, de un líder tan carismático como Víctor, y no creo que lo haya.

No, a lo que me refiero es a una pequeña frase que oí pronunciar el día de mi partida: “Quizás no debo quererlo más”. Víctor está muy lejos de imaginarse que en esas pocas palabras se encuentra el destino de Sklsfpnnk, y probablemente su propia caída. Uno de estos días, va a sentir en el estómago un ardor insoportable, los ojos se le van a botar y va a terminar babeando todo su cuarto. Oh, Rita le ha hecho pasar un mal rato a todos los que alguna vez la subestimaron; no sé si incluírme.

Esto que he terminado hoy de escribir, es una especie de prueba. Vamos a ponerlo entre la televisión y la cuchara, y si se aparece en algún lugar de mi mundo original, en el teatro, quizás, es que podemos regresar. Supongo que sí, me gustaría regresar. Con Yura. Con nuestro papel moneda. Y, con un poco de suerte, con Víctor muerto en Sklsfpnnk. ¿Es mucho pedir?


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