Stancie


Quién sabe qué habrán pensado las personas que transitaban la calle por aquellas horas; solté cuanta bolsa traía en las manos y eché a correr.


A correr así nomás, de repente, a correr como desesperada. Doblé la esquina. Maldita sea, no había nada. El destello surgió en la calle siguiente, ahogé una maldición y volví a emprenderla.


Llegué al cruce próximo y atravesé sin mirar. El carro se me echó encima. No me detuve. Alcancé a oír la terrible frenada y la doblemente terrible palabrota. Por supuesto, en estos casos conviene huír antes de otra cosa, pero no era eso lo que tenía en mente en aquellos momentos. Si creía haber visto el centelleo blanco...


Corre. Corre. Casi atropello a una señora bastante gorda a quien solía encontrar los domingos en la iglesia. Dale a correr. Mientras trotaba, una canción medio involuntaria iba sonando en mi cabeza. Tanto lío y yo pensando en otra cosa, me dije. La mayoría de las veces me sucede: víspera de un examen, mitad de un examen, mañana tengo que ir a recoger unos paquetes al correo... ¿Qué pasa? Está justo en frente. Tengo que acanzarlo.


"¿Será? ¿En verdad...?" y me eché a llorar de repente. Nada mejor pudo haberme sucedido nunca, nunca...


Le vi la crin flotando, y tuve un vistazo del ligerísimo toque de sus cascos en el suelo. Maldita sea, tenía que alcanzarlo.


Llegué a un callejón solitario. Aunque parecía imposible, logré apretar la marcha. Y que una inoportuna piedra se me planta delante.


Di un salto espectacular, aterricé y barrí con todo el piso. Lo pedregoso del suelo dio al traste con mi rodilla izquierda y hasta cierto punto con mi viejo y amado pantalón de mezclilla floreado. Con cara y manos llenas de tierra, sudor y lágrimas me incorporé un poquito - el trancazo me estaba matando - y remangué el pantalón para examinar la raspada.


Ella se detuvo entonces. Dio la vuelta y se me acercó a pasos lentos.


Me quedé tiesa. Me olvidé del dolor y de todo lo demás unos instantes. Cuando el pensamiento me volvió, fue para empujarme a una fugaz reflexión: si no estaba soñando, se trataba de ese encuentro mágico de mis ilusiones. No era una criatura enorme, magnífica y aterradora; en realidad era un animalito menudo, algo delgado y con unas patas largas no muy en proporción con su pequeñez. Pero su pelaje era de un blanco cegador, y las pezuñitas hendidas y el cuerno (incunfundible marca) tenían un deslumbrante tono nacarado. Ahí estaba, aún sin ser un dechado de gloria y majestad, la criatura más hermosa que había contemplado jamás.


Flaca, pequeña, patilarga, su cuerpo me sugería una línea estirada en cierto modo elegante. La cola de león le terminaba en graciosos rizos, la cabeza era triangular, tenía orejas peludas, los ojos (¡Dios me libre!) eran violeta.


Ella estaba tan cerca. La podría tocar... bueno, le pal- mee el hocico. No retrocedió. Se fue derecho a mi rodilla y la tocó con el cuerno. La cosa fue... que no necesité mucho merthiolate.


Yo estaba demasiado confundida para emocionarme, asombrarme o gritar. Mi mente funcionaba a empellones. Bien, ¿qué es lo que voy a hacer?


- Stan...cie - me oí decir. La unicornio paró las orejitas. Me puse en pie con dificultad, temiendo asustarla. Ojalá quisieras venirte conmigo, pensé.


Ella me miró atentamente, como si me hubiera leído la mente. ¿Cómo..?


Stancie, pensé, ése sería tu nombre. Tengo una colina muy bonita, con un par de amigos ahí. Si vinieras conmigo a casa, podrías quedarte ahí, con nosotros. Me sentiría tan feliz...


Estaba preguntándome si en realidad habría comprendido, cuando ví que se levantaba sobre las patas traseras y sacudía impacientemente la crin.


Eché a andar, y Stancie caminó conmigo. El encargo de la tienda no estaba perdido: encontré las tres bolsas donde las había dejado caer, y lo único roto era la bolsa de detergente. Por ello no había mucho problema y por Stancie tampoco; seguía trotando alegremente a mi lado. Así que acababa de cometer uno de los peores pecados (según no recuerdo quién): llevar cautivo a un unicornio.


Entré a mi cuarto. Pratch tomaba el sol en la colina y Aasin estudiaba un libro de costura. Ambos dirigieron miradas de asombro a mi nueva adquisición.


- ¿Dónde encontraste eso? - preguntó Pratch.


- ¡Qué precioso unicornio! - exclamó Aasin. Acarició la crin de Stancie.


- Me la encontré en la calle - dije -. La perseguí un rato, hasta que finalmente se dejó alcanzar.


La unicornio comenzó a lamer la mano de Aasin.


- Ojalá se quedara con nosotros, en la colina - proseguí -. Se lo pregunté, telepáticamente, creo. No sé...


- Oh, se quedará - afirmó Aasin -. Ya me lo ha dicho.


- ¿Te dijo...? - empezó Pratch. Aasin se rió.


- Qué bien, ¿no? - reí con ella -. ¡Qué bien! Y ahora que hago, ¿la mojo?


- ¿Quieres asegurar su retención? - dijo Aasin -. No creo que sirva. Si no quiere quedarse contigo no hay nada que hacer. Pero está contenta de estar con nosotros. Es muy jovencita, y no tiene a dónde ir.

* * *


Soy una persona cono cualquier otra, que de niña pidió ver un unicornio y hablar con un dragón; que tardó un poco en enfrentar los sueños y fabricar una bonita colina. Ahora, en mis viajes al mundo paralelo, ha hablado con muchos dragones y he visto, aunque de lejos, suficientes unicornios (no soy un caso extraordinario: muchos seres humanos han hecho otro tanto). Pero ningún unicornio ha sido realmente mío, a excepción de ella.


Los unicornios son formas extrañas. La mayoría de las enciclopedias que no se conforman con definirlos "animal mitológico" dicen que son animales fieros, desconfiados y solitarios. Algunos autores les atribuyen, además, cierto carácter frío y egocéntrico. Mi (¿es mía en verdad?) Stancie se complace en romper ambos esquemas. Desde el principio se mostró sociable. Su temperamento... bien, el mejor calificativo sería "empático". Y muy perceptivo. Muy simple: si sent[ia que uno estaba triste, ella se pon[ia triste; si uno estaba contento, ella se alegraba, y así. Aprendió a hablar, de alguna manera, gracias a Aasin. Había cierto puente entre ellas dos.


¿ El asunto del nombre? A eso iba. La llamé Stancie en honor de un personaje de un potencial cuento mío, Constanza, que después fue mi pseudónimo en un concurso de poesía. Sentía que, tal y como está, sonaba muy serio, por ello lo diminutivicé, o como se diga, a la inglesa, sin ninguna intención malinchista, como las que suelen achacárseme; pues si hubiera sido Estanzi... hay algo en la palabra que no acaba de convencerme. Stancie. Bien.


Como los otros habitantes de mi colina, Stancie era invisible para la mayoría de los ojos. Que yo sepa, además de mí la ha visto otra persona, pero varias más la han adivinado cuando camina conmigo. No jugueteaba a cambiar de forma, como lo hacía Pratch y Aasin. Alguna vez, sin embargo, se me ocurrió el estúpido pensamiento de que ella podría ser un hada traviesa que imitara a un unicornio. El incidente de mi rodilla, cómo la había curado sin dejarme apenas marca, descartó la sospecha de inmediato.


Así que era propietaria de un verdadero unicornio. ¿Que habrían dicho los defensores de la fauna natural si hubieran llegado a enterarse? ¿Animales exóticos en cautiverio, multa? La verdad es que nunca llegué a mojar a Stancie (el método ése, creo, es un equivalente al de untar de manteca los bigotes de un gato). Algo me decía que ella iba a quedarse.

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