1. El leñador y su familia
Era el fin del otoño, pero ya se había soltado el frío invernal.
El día parecía haber llegado a su fin; sin embargo, el recién
instalado campamento lotin bullía de actividad. Por todas partes se veían
hombres y mujeres caminando de un lado a otro, llevando pieles y trastos, o llamando
al ganado; unos cincuenta en total, sin contar a los escasos niños pequeños.
Era la única tribu frente al lago por entonces; pero no tardarían en
aparecer las demás, largas hileras de trineos descendiendo por las laderas
de las montañas circundantes; en los largos meses del invierno, formarían
una gran comunidad, que se desharía en la primavera, cuando cada tribu retornara
a sus rumbos de verano. El verano era tiempo de actividades, de arduas jornadas de
caza, de vigilar el nacimiento del ganado; el invierno era el tiempo de descansar,
de purificar el cuerpo de suciedad y tensiones con largos baños de vapor,
de reposar al calor del fuego, bajo las mantas, en compañía de los
seres queridos, de mezclar la sangre y comenzar una familia con un tibio abrazo.
Tainas, el leñador, descansó su carga en el suelo y se detuvo a contemplar el panorama. Del campamento le llegó el olor de madera quemada y el sonido de voces en animada charla, y sonriendo, volvió a tomar su hato de troncos y echó a andar. En esos días había hecho de tres a cuatro viajes al bosque en busca de leña, pero aceptaba el trabajo sin quejarse. El campamento tenía que estar bien aprovisionado. Pronto llegaría la larga noche, pronto los días serían un eterno crepúsculo. Tana, la Cazadora, la hermosa Tana, abriría poco a poco su gran ventana celeste, y sólo quedaría su rostro blanco y dulce para velar por sus hijos en el reino de la oscuridad y los lobos. Cada quién tenía que hacer su parte; si era necesario su tribu tendría que compartir leña y comida con las otras. Los hijos de la diosa eran una sola familia; así había sido desde siempre.
Al acercarse al campamento, Tainas frunció el ceño, tratando de reconocer las facciones casi totalmente cubiertas por los gruesos gorros de piel. Un chico menudo que intentaba atar a uno de los renos corrió a su encuentro; era su hijo mediano, Selkaa. El muchacho carraspeó un saludo, tomó la leña de las manos de su padre y se la echó sobre sus delgados hombros. De la única choza de madera (el resto del campamento estaba comformado por tiendas de piel) salió una mujer de mediana edad que lo saludó con un gesto de mano. Selkaa fue hacia esa cabaña, que hacía las veces de bodega, y despareció. Desde el corral de los renos, otra mujer, que ordeñaba a una de las hembras, levantó la vista de su tarea para obsequiarle una sonrisa radiante, mientras que la niñita que hacía como si sostuviera el cabestro del animal lo soltaba para tenderle los brazos. Tainas le sonrió a su hija pequeña, Piora, y contempló con arrobo (nunca se cansaría de hacerlo) el perfil inclinado de su mujer, Aiiti.
Algunos de los lotin, terminadas ya sus tareas, se retiraban a sus viviendas. Tainas se dirigió hacia la de Valkoinen, el rastreador. Con los ojos nublados por el cansancio, estuvo a punto de chocar con una lanza clavada junto a la puerta. La lanza estaba levemente inclinada, y tenía un trapo amarrado en el mango; significaba que la caza aún no había terminado.
Tainas apretó fuertemente las mandíbulas y
le dio la espalda al lugar. La tienda se abrió, y el rostro de otra mujer
lo observó mientras se alejaba. La mujer de Valkoinen, Hiekka, meneó
la cabeza y fue al corral a buscar a Aiiti.
Tainas caminó, automáticamente, a la tienda más alejada del
campamento, la de su padre, Vuori. Siempre que lo invadía la inquietud, sentía
que debía hablar con su progenitor.
Vuori estaba, como siempre, sentado con las piernas cruzadas, mirando fijamente la pequeña hoguera encendida en el centro de la tienda. Una vieja perra blanca, la madre de la mitad de los elementos de la manada que poseía la tribu y la mascota favorita de Kaikki, el hijo mayor de Tainas, dormitaba a sus pies, calentándose al fuego. Como a Vuori, sus años de trabajo le habían ganado el privilegio de pasar el invierno totalmente a cubierto, sin necesidad de trabajar, y con comida y calor; pero, al igual que el anciano, aún se resistía a abandonar del todo la caza. El humo de la hoguera se elevaba en una línea delgada y ondulante, y se iba a perder en el techo de la tienda, hecho con una enramada lo suficientemente cerrada para impedir el paso de la nieve, pero con resquicios para la ventilación.
Por unos segundos, Vuori no pareció advertir la presencia de su hijo. Después, una mirada de reconocimiento cruzó la columna de humo.
- Ah, Tainó - dijo el anciano.
- Papá - respondió Tainas, y se descubrió.
- Hubo suerte, ¿verdad? Has regresado con olor a bosque.
- La madera todavía está demasiado verde - murmuró Tainas.
Vouri tenía el rostro arrugadísimo, cubierto parcialmente por barba y bigote. De la misma forma que el resto de los lotin, hombres y mujeres, llevaba gruesos pantalones de cuero acolchado y una larga chaqueta, de cuero también de cuero, decorada con bordados de hilo grueso. Aunque estaba dentro de la tienda, traía puesto un gorro hundido hasta las espesas cejas. Sin embargo, no llevaba guantes, y sus manos se veían curtidas por el frío y el uso de las armas. En su tiempo, Vuori había sido un gran cazador y rastreador. Para los lotin, nómadas, un rastreador que pudiera seguir los rastros de las presas, las corrientes de agua y los caminos escondidos bajo la nieve era el miembro más importante de la tribu; la seguridad de su gente estaba en sus manos, y sus enormes responsabilidades quedaban equilibradas con su posición social: era la figura de mayor autoridad, lo más cercano a un jefe. Vuori tuvo el destino de su propia tribu durante años hasta que un joven proveniente de otra tribu, Valkoinen, llegó a reemplazarlo. El único hijo de Vuori, además, había ido a casarse con la hermana del rastreador, y a ambos hombres los unía una profunda amistad.
- La madera - dijo el anciano Vuori -. No es eso lo que traes en la cabeza, ¿verdad, muchacho? ¿Ya volvieron los cazadores?
- No - respondió Tainas con un movimiento de cabeza. El viejo sonrió.
- Entonces es eso - dijo. Y, tras un momento añadió: -.¿Y Kaikó se fue con ellos?
Tainas asintió. - Se lo prohibí, pero ya vez cómo le gusta hacerme caso.
- No vas a ganar nada prohibiéndole cosas a un muchacho como él. Es tal como...
-... como su padre - completó Tainas, y rió suavemente -. Sí, es como yo, ¿verdad?
- Ya es mayor de edad. Probablemente en este invierno mezclará su sangre.
- Lo dudo mucho. Al menos, no lo veo con interés en tomar esposa.
- Además, está con Valkó. No tienes nada de qué preocuparte.
- No, nada de qué preocuparme - dijo Tainas como para sí mismo, y su rostro se ensombreció -. Nada de qué preocuparme - repitió, pensando muy en el fondo que motivos de preocupación no le faltaban. Pasó la mano por el costado de la perra, que se estiró agradecida.
El animal, de pronto, levantó bruscamente la cabeza. Su cola comenzó a golpetear en las tablas que formaban el suelo de la tienda, y de pronto se precipitó hacia afuera. Los dos hombres pudieron oír sus ladridos.
Vuori sonrió a su hijo.
- Ya vienen - anunció.
Tainas se puso de pie a su vez. Devolviéndole la sonrisa, se caló el gorro y salió de la tienda.
El suspiro de alivo de Tainas se transformó en una nubecilla de vapor. A lo lejos, efectivamente, se veía avanzar, montaña abajo, a tres figuras humanas rodeadas por un grupo de perros. Los tres hombres andaban en esquíes y cargaban sobre la espalda sendos bultos. Tainas levantó el brazo para saludar a los recién llegados; dos de ellos respondieron. El tercero, un joven excepcionalmente alto, se limitó a avanzar más de prisa. Apenas llegó a los límites del campamento, botó los esquíes y se adelantó hacia las casas, evitando cruzarse con el leñador. Éste lo miró extrañado, pero no lo siguió. Mientras tanto, los otros ya habían llegado hacia él.
Valkoinen, el rastreador, saludó a Tainas con un fuerte apretón de brazos. El otro hombre llamó a los perros y fue hacia la bodega.
- ¡Gracias al cielo! - exclamó el leñador -. Ya te habías tardado demasiado. ¿Tuvieron suerte?
Valkó descolgó su carga, unos cuantos conejos, y echó a andar, a su vez, a la bodega.
- Poca, Tainó. La caza fue pobre. Oikein y Kaikki no consiguieron más que esto.
- Bueno, tenemos bastante carne. Además, aún falta para que comience la larga noche...
- Por cierto, en cuanto a Kaikó...
- Algo tiene, ¿verdad? Seguramente está enfadado conmigo todavía... o espera que lo reprenda por haberse ido a la caza. Ni siquiera se me acercó... - al ver la expresión de su amigo, Tainas se puso muy serio -. Es otra cosa, ¿verdad? - habló por hablar, puesto que suponía ya la respuesta.
Valkó asintió. Le puso una mano en el hombro.
- Se... ¿se sintió mal? - murmuró el leñador.
- No sé... Sólo sé que nunca había fallado un tiro, y hoy falló. Dos veces seguidas. Nunca había sucedido, desde que le puse un arco en los dedos.
Tainas lanzó un resoplido.
- ¿Eso es todo? ¿Estás haciendo que me preocupe porque mi hijo tuvo un mal día?
Valkoinen movió la cabeza.
- Yo le conozco sus malos días, hermano mío. El día de hoy...
- ¿Se quejó alguna vez? ¿Dijo si le dolía algo?
- No - replicó Valkó -, ¿por qué? ¿Te ha dicho algo?
- No, pero Aiiti me lo ha mencionado... que cuando está callado y aprieta mucho las manos, es que le duele algo.
- Hoy sí estuvo muy callado, y no comió bien - dijo Valkoinen. En la bodega, le entregó los conejos a Oikein, que ya había comenzado a destazar su propia caza y a darle a los perros las partes inútiles. Los dos hombres se alejaron, aún buscando la soledad para seguir conversando. Valkoinen bajó el tono de su voz -. Oikein me comentó que el muchacho se veía fatigado... y hasta ahora estoy de acuerdo. Probablemente sea eso... el cansancio, la falta de comida -. El rastreador miró a su amigo a los ojos; evidentemente, ninguno de los dos hombres se había tragado la última frase -. Por lo pronto, no quiero que Kaikki salga con nosotros mañana. Prohíbeselo.
- Sí, por supuesto - ironizó Tainas -. Como se lo prohibí hoy, para que antes del desayuno se escabullera a encontrarte. ¿Por que no intentas tú hacerlo entrar en razón? Siempre te ha hecho más caso a ti que a mí.
- Tú eres su padre -. El rastreador se acarició el bigote con aire de falsa melancolía -. Procura hablar con él, ¿quieres? Ahórrame esa ingrata tarea.
Tainas asintió. Por un momento, una extraña sombra de tristeza se deslizó por sus ojos. Después volvió a sonreír.
- Sí - dijo lentamente -. Yo soy su padre.
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