2. Los dos hermanos
Kaikki entró a toda prisa a la tienda de su familia. Así como había
evitado deliberadamente a su padre, no le había dicho una sola palabra a su
madre que, en compañía de su tía Hiekka y su hermana, entraba
y salía de la bodega de provisiones. Agradeciendo que la choza de su familia
estuviese vacía por el momento, se arrojó al suelo, olvidándose
de que el producto de su caza aún colgaba de su hombro. Hizo a un lado los
animalillos muertos y se tendió de espaldas. Fuera lo que fuese lo que estaba
ocurriéndole, ya no podía seguir disimulándolo.
La cabeza le punzaba como si la estuvieran alanceando. Trató
de sujetarsela con ambas manos, pero descubrió que sus reflejos no lo obedecían.
Al igual que cuando había errado los dos tiros, estaba sintiendo que perdía
el control de sus brazos. En ese momento, un repentino escalofrío le recorrió
la espalda.
Kaikki trató de incorporarse para alcanzar una cantimplora de agua que colgaba
de un palo atravesado en la tienda, pero no consiguió hacerlo. Apretó
los dientes, más por la furia que por el dolor. ¿Qué le estaba
sucediendo?
Días atrás, durante el viaje por las montañas, se había sentido de pronto muy mareado. Musitando una excusa, se había separado del grupo, y había apoyado la espalda en un tronco a la vera del camino. Apenas había cerrado los ojos, la voz de su hermano Selkaa, llamándolo a gritos, había interrumpido el momentáneo descanso.
Le había respondido de inmediato, estaba seguro; sin
embargo, su hermano había insistido en que habían pasado varios minutos
sin que lo hiciera. Y con seguridad se lo había contado todo a su padre, porque
Tainas le había pedido que viajara en el trineo con Piora y su madre, y desde
entonces no había dejado de preguntarle si se sentía bien. Por no hablar
de su prohibición de ir con Valkó.
En la caza, había visto volar sus flechas con la certeza ya de que irían
a clavarse bien lejos de su blanco. Tan aterrorizado estaba ante la idea de desplomarse,
que, concentrado en mantener sus pies bien firmes en el piso, ni siquiera tomó
puntería.
El muchacho se despojó de sus guantes y se miró las manos. Le temblaban. Tardó un poco en darse cuenta de que en realidad era todo su cuerpo el que se estremecía, sacudido por oleadas de ardor repentino que bajaban por su espalda. Sin embargo, era un dolor extrañamente distante, que no parecía estar localizado en un punto en particular. Kaikki trató de incorporarse nuevamente. La vista se le nubló. Un ataque de furia inicial se transformó en angustia.
- ¿...Kai? Kai, ¿estás bien? - le llegó
desde afuera la voz de su hermano.
Kaikki se volvió, aferrándose a unas mantas. A Selkaa no le quedaba
sino entrar. Bien, pensó resignado a medias, que entrara. Que se diera cuenta,
y que se lo contara a todo el mundo.
- ¿Puedes esperarte un momento, Sel? - farfulló, sin embargo. No creía que fuera a darle resultado, la frase era un puro reflejo. Pero la puerta de la tienda permaneció cerrada.
- Si quieres, pero no te tardes, porque ya vamos a cenar - respondió Selkaa, y Kaikki creyó oír la voz de su hermanita, y a ella y a Selkaa enfrascados en una discusión porque él la estaba disuadiendo de que entrara. Las voces se alejaron, y Kaikki musitó una palabra de agradecimiento que seguramente su hermano no sería capaz de oír. No podía creer su suerte. Estaba solo. Tenía que estar solo. Cerrando los ojos, se recostó, y, de forma casi voluntaria, los sentidos se le escaparon del cuerpo.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando volvió en sí, tosiendo. Dio un gran suspiro, y se estiró. Sentía los miembros agarrotados, pero al menos ya podía moverse con facilidad. Sus manos estaban tan heladas que tuvo que frotárselas. Se entretuvo unos instantes en ello, creyendo que no había nadie más en la choza. Su mirada tropezó entonces con los ojos enormes y muy abiertos de su hermano. Casi saltó.
- ¡Selkaa, maldita sea! ¿Qué estás haciendo aquí? - refunfuñó, dando un puñetazo en el suelo.
Selkaa desvió la mirada. Estaba encogido en un rincón, con la barbilla apoyada sobre las rodillas y arañando el suelo, un gesto de nerviosismo que tenía desde la infancia. Kaikki trató de controlar su fastidio, y se acercó a él, intentando aparentar una serenidad que estaba lejos de tener.
- Eh, Sel... ¿Qué... qué fue lo que pasó? - tartamudeó.
Selkaa se encogió de hombros y lo encaró, con la expresión de seriedad que sólo recordaba haber visto en su padre. Sí, Selkaa y Tainas miraban igual, y si había algo a lo que Kaikki no se podía resistir, era a una mirada autoritaria de su padre. Si quería desobedecerlo, tenía que hacerlo sin verlo a los ojos.
- No sé. ¿Lo sabes tú? - preguntó el chico.
Kaikki, confundido, se sentó a un lado.
- ¿Padre y madre? - preguntó débilmente.
- Están con Hiekka y Valkó - respondió en voz baja su hermano -. También Piora. Les dije que te querías dormir. Padre dijo que por qué no llevaste tus conejos al almacén. Yo te los llevé.
- ¿Vino alguien?
- No, estuve yo solo.
El gesto de Kaikki se suavizó entonces. La repentina complicidad por parte de su hermano menor se le había hecho totalmente inesperada, pero aún no se sentía con suficientes ánimos para agradecerla en voz alta. Tras una breve oleada de culpa, Kaikki sintió una insólita punzada de afecto.
Entre los lotin, Tainas y Aiiti se consideraban una pareja con suerte, pues los tres hijos que habían procreado habían sobrevivido a los primeros y difíciles años de la infancia. Selkaa tenía catorce, cuatro menos que su hermano y seis más que Piora. Tal separación de edad en una familia que no había perdido hijos resultaba también insólita, y aunque los tres hermanos eran un equipo bien avenido cuando lo ameritaban las circunstancias, en general los tres eran unos solitarios, y rehuían la compañía de otros jóvenes. La pequeña Piora, silenciosa y observadora, sólo parecía estar contenta al lado de sus familiares más cercanos. Selkaa, que de niño había sido la sombra de su idolatrado hermano mayor, se había tomado con entusiasmo su papel de niñera con la llegada de Piora, y era el muchacho cariñoso y servicial que suelen apreciar los padres con varios hijos. Kaikki era diferente, nada más. Sus ojos eran grandes y profundos, y a los catorce años ya había superado la estatura de su padre. Pero no era únicamente su físico. Tenía un aire que lo distinguía de los otros muchachos. Él lo sabía, y se sentía orgulloso de ello. Le gustaba ser diferente, y, sobre todo, le gustaba que la gente murmurara a sus espaldas lo que, en cierto modo, sospechaba ya: que él era el favorito de Tainas, su padre. Y, por su parte, quería hacer bien las cosas para demostrarle su adoración. Anhelaba ser el mejor. Así que, cuando su tío Valkoinen, a principios de su adolescencia, le había comenzado a enseñar los secretos del arco y el rastreo, se había esforzado al máximo. Aunque a Selkaa también le había llegado el momento de aprender, no mostraba la mitad del entusiasmo de su hermano, tal vez, pensaba Kaikki, porque sabía que nunca llegaría a ser tan bueno, o porque sería leñador como Tainas. Una cosa u otra, a Kaikki no le incomodaba en lo más mínimo. Ahora, Selkaa era ya un adolescente y él tenía su lugar en el mundo de los adultos, y si existiera alguna fricción entre los dos, el hecho de vivir en ambientes separados lo equilibraba de sobra; con todo, Kaikki, la mayor parte de las veces, veía a su hermano como un chiquillo ocioso y sobre todo entrometido. Hasta qué punto eran éstas figuraciones suyas únicamente, era algo que se cuestionaba con lo que había ocurrido. Selkaa no había ido corriendo con sus padres a contarles lo ocurrido. Ni siquiera había dejado entrar a Piora. Encima, había hecho parte de su trabajo. Y no se había movido de su lado cuando... cuando... Kaikki, un tanto avergonzado de haberle dirigido la palabra a su hermano con brusquedad, trató de hacer a un lado los ligeros remordimientos que amenazaban con fastidiarlo por lo menos al día siguiente. Empezaba a sentirse muy cansado. Bostezó, y se enredó en sus mantas de lana.
- ¿Quieres dormir, Kai? - le preguntó su hermano -. ¿No vas a cenar?
Kaikki bostezó de nuevo, y movió la cabeza.
- No, creo que no tengo hambre.
Selkaa entrecerró los ojos.
- Te desmayaste, ¿verdad, Kai? - inquirió. Kaikki adoptó una pose defensiva.
- No... me dormí. Estoy cansado - dijo roncamente, y soltó otro bostezo, esta vez fingido. -. Dile a padre y madre que... - de pronto, su rostro se puso tenso -. Y... no le cuentes a nadie... lo de... ¿por favor?
Selkaa frunció el ceño.
- Que no cuente, ¿qué? - preguntó secamente.
- ¿Por favor? - insistió su hermano; ¿había adoptado ese tono de casi ruego en alguna ocasión anterior? -. Es... que... padre me prohibió ya salir de caza... y... y si se entera...
Selkaa se puso de pie, y observó al joven con los ojos severos de Tainas.
- No, yo no voy a decir nada - respondió con su voz clara de niño que contrastaba tanto con su mirada de adulto -, pero tú sí se lo vas a decir a padre -. De repente, sus labios se entreabrieron en una bondadosa sonrisa -. ¿De acuerdo? - concluyó.
Kaikki asintió. Selkaa dio media vuelta y puso la mano en la puerta de la tienda.
- Selkó - lo llamó Kaikki, utilizando el diminutivo cariñoso por primera vez en su vida. Su hermano se detuvo.
- Eh... - Kaikki pasó saliva; lo que vendría a continuación no iba a ser nada fácil para su orgullo -. Gracias... por todo.
Selkaa sonrió de nuevo, e hizo con la mano izquiierda el saludo que significaba “buena suerte”, la palma hacia afuera, con los dedos separados y apuntando hacia arriba. Después salió.
Kaikki volvió a tenderse. Esperaba quedarse dormido antes de que el resto de su familia se presentara; no tenía deseos de hablar, ni que le hicieran preguntas. No tuvo que desearlo mucho; apenas cerró los ojos, entró en un profundo sopor del que no salió ni siquiera cuando su preocupado padre, al día siguiente, lo sacudió, gritando su nombre.
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