Rostros

 

     La muchacha, Vashti, se limpió las sudorosas manos en sus pantalones de tela basta. Se quedó callada, esperando una respuesta. Durante un largo rato, no hubo más que silencio. La chica se echó hacia atrás la corta melena, en un gesto tanto de incomodidad como de impaciencia.

     El hombre a quien encaraba no dijo nada. No se veía, de hecho, con ánimos de hacer otra cosa que apoyarse en el cuello de su caballo. Su hermosa perra permanecía en actitud alerta, sin dar señales de hostilidad o amistad.

     Vashti volvió a alisarse el pelo. Lo hizo una vez más. Se cruzó de brazos. Desvió la mirada. Finalmente se encogió de hombros, resignada a repetir la invitación.

     - Bueno, ya te dije - refunfuñó -. Si quieres, te puedes quedar en mi casa. Todo el tiempo que quieras, no hay problema -añadió, soltando un resoplido de fastidio.

     Se dio la vuelta y echó a andar. Tras ella sonaron suavemente los cascos del caballo.

     El hombre era apenas unos años mayor que ella, y se veía cansado, tal vez enfermo. Vashti se había tropezado con él cuando juntaba bellotas en el bosque. Lo primero que le había llamado la atención eran sus ropas desgarradas: no se parecían a ninguna prenda que ella hubiera visto antes. Seguramente, era un extranjero, y había estado viajando mucho tiempo. Lo encontró recostado contra el tronco de un árbol, sujetando apenas las riendas del caballo con una mano mientras que con la otra acariciaba el lomo de la perra. Vashti no dejó de advertir que los arreos del caballo se veían finos, que la silla tenía alforjas y que de ellas sobresalían unos curiosos bultos, parecidos a garrotes, envueltos en tela. El hombre estaba muy pálido, así que Vashti, antes que nada, se había acercado a buscarle alguna herida; aunque, aparentemente, no la había, el joven se veía mal, casi febril. Y así, sin pensar, Vashti le había ofrecido albergue. Y, a medida que se acercaban al poblado, había empezado a arrepentirse.

     - No sé quién es, jamás lo he visto, y aquí voy a invitarlo a mi casa. - se dijo. Sus dedos descubrieron un inquietante latido en sus sienes. Se estaba sintiendo rara.

     Tras unos minutos de camino, llegaron frente al corral que se abría frente a la granja de Vashti. Las vacas y los terneros reaccionaron con inquietud cuando entraron el caballo y la perra. Vashti no les hizo caso. Se limitó a espantarlos con la mano mientras se volvía a ofrecer apoyo a su invitado. El joven agradeció con una media sonrisa, y se dejó llevar.


La granja estaba justo en las orillas de Kariu. Esta aldea, una de las más occidentales de la isla de Hirai, era tan pequeña que podía recorrerse de lado a lado en media hora. Sus habitantes, tejedores y agricultores en su mayoría, eran casi todos peregrinos de diversos lugares del mundo, y habían elegido un hermoso asentamiento, casi al pie de unas montañas cubiertas de espesos bosques. Llovía con frecuencia en la región, y los arroyos se deslizaban como plata líquida montaña abajo, y seguían corriendo por la orilla de las calles. El ambiente estaba perpetuamente verde y húmedo, y el aire era lo suficientemente frío como para mantener los ánimos dispuestos.

     Vashti soltó un momento al joven para empujar la pesada puerta de la casa.

     - ¿Cómo te llamas? - le preguntó entonces.

     - Clyve.

     - Ah… - reflexionó un momento, pero la palabra no le decía nada -. Yo… me llamo Vashti.

     Acompañó al joven al que había sido el cuarto de Seir y lo ayudó a tenderse en la cama.
 
     - Te voy a preparar algo de comida, por si quieres - dijo, mientras que para sus adentros seguía preguntándose de dónde estaba sacando tanta generosidad espontánea.

     Si el muchacho la oyó, no hizo el menor movimiento. Vashti se encogió de hombros, salió y cerró la puerta.

     El fogón estaba apagado desde temprano, pero a Vashti no le costó trabajo avivar los rescoldos. Puso al fuego una olla de leche y el pan de bellota con queso que le había sobrado del desayuno. Al poner la mesa, la visión de dos sitios preparados le pareció terriblemente extraña.

     No había en la mesa más que dos sillas. En realidad, Vashti nunca recibía visitas. Salvo en las cuestiones comerciales de la leche, el queso y la mantequilla, no tenía mucho trato con la gente. Y hacía ya casi cinco años que estaba totalmente sola. Desde que Seir se marchara. Pero Vashti ya se había convencido que estar sola no era un asunto tan trágico, siempre y cuando se contara con dinero suficiente. Ya había dejado de preocuparse por el dinero; tenía lo necesario. Y, por otra parte, la compañía no era su mayor interés.

     Un ruido en la entrada de la cocina la hizo levantar la vista. Clyve estaba ahí, apoyado en el quicio de la puerta. Vashti no se entretuvo más en cortesías.  Le señaló la comida, y él se sentó, apoyando la cabeza en los puños. La joven estuvo a punto de ponerle la mano en la frente, pero no se atrevió. Él mojó un pedazo de pan en el tazón de leche y empezó a comer. Durante unos minutos, Vashti estuvo de pie, incomodísima con el silencio. Finalmente, se decidió a sacar conversación.

     - ¿Estás... solo? -. El muchacho asintió -. Ah. Y... y... de seguro piensas buscar algún trabajo por aquí, ¿no? -. La misma respuesta -. Bueno...

     Vashti se sentó lentamente frente a él, mirándolo un poco de reojo.

     - Si quieres - dijo, y titubeó un poco antes de prolongar indefinidamente la invitación -…si quieres… me puedes ayudar con las vacas... cuando estés mejor, claro.

     Clyve la miró a los ojos. La expresión de asombro ante la repentina oferta se suavizó tras los segundos iniciales. Asintió. Vashti contrajo los labios y se sirvió un poco de leche. A partir de entonces, iba a tener que acostumbrarse a vivir acompañada otra vez.

     Desde aquella primera comida, advirtió que las cosas no iban a ser como cuando estaba Seir. Seir era bueno para reírse y comentar en la mesa; Clyve no abrió la boca por su cuenta más que para solicitar algo de pan para su perra y dar las gracias. A una tímida pregunta de Vashti sobre su lugar de origen, respondió con una evasiva. Definitivamente, no iba a ser igual.

     Vashti y Seir se habían conocido en la infancia, en un pueblo de Városzag. El padre de Vashti, ganadero de oficio, era nativo del lugar, pero su madre era de Hirai, así que la chica había heredado de ella los ojos grandes y los rasgos suaves y redondeados típicos de los orientales. Los padres de Seir, venidos de la lejana Dalcia, administraban una de las tres posadas del pueblo. Las dos familias eran vecinas y mantenían buenas relaciones, y Vashti, hija única, tenía como compañeros favoritos a los tres hijos varones de los dalceses. Vashti y Seir, el hijo mayor, ya habían entrado en la adolescencia en los años de la plaga que iría a diezmar las poblaciones más pobres de Városzag y Vaisvienku. La gente empezó a morir más por el hambre que vino a consecuencia del aislamiento y la pérdida de los animales domésticos que por los efectos que la enfermedad en sí tenía en los seres humanos. Vashti y Seir se encontraron solos pronto. Los dos tenían deseos de marcharse, pero la entrada y salida de las ciudades estaba fuertemente controlada por los ejércitos que varios señores de Városzag, en sus intentos de evitar que el contagio se difundiera, habían colocado. Los jóvenes no tuvieron más opción que esperar. Y, mientras tanto, sobrevivieron. El aislamiento duró cerca de medio año. Cuando, finalmente, el temor a la enfermedad desapareció, Seir se las había arreglado ya para vender la posada y su amiga acababa de regresar de un corto viaje a una provincia cercana con tres terneras y un becerro que había adquirido con la mayor parte del dinero que le quedaba. El futuro había tomado una forma definida en su mente:  Hirai, hacia el sur; la tierra de la que tanto hablaba su madre. A Seir no le pareció tan maravilloso el plan, pero finalmente accedió y, poco tiempo después, los dos muchachos y sus pocas posesiones abandonaron para siempre Városzag.

     El pasaje a la isla, separada del continente por una amplia franja de mar, no excedió las posibilidades económicas de los dos chicos. Vashti y Seir pasaron tres días bajo la cubierta de un pequeño carguero, afanados en tranquilizar a sus animales. Al llegar a puerto, los dos emergieron llenos de paja y con algunos golpes, y tenían un aspecto tan aliviado e incrédulo que la tripulación se echó a reír.

     Vashti y Seir se tropezaron con la aldea de Kariu por casualidad. El sitio le pareció a ella ideal para establecerse, porque era un pueblo de inmigrantes como ellos (se hablaba la lengua común del continente), en una región fértil y saludable. Se las arreglaron para hacerse con una casa medio derruida a las orillas de la aldea y con sus propias manos edificaron un corral de piedra al frente. Vashti había decidido que se dedicaran al oficio de sus padres (“Por un tiempo”, se había apresurado a aclarar Seir), y no tardó en darse cuenta de que había estado bastante atinada. Los habitantes del pequeño lugar acogieron sin mucho recelo los primeros intentos de queso y mantequilla que, tras un pequeño esfuerzo y algunas fallas, consiguió Vashti, y pronto se hicieron consumidores consuetudinarios de los exóticos productos. Poco a poco, comenzó a llegar el dinero, y con él mantas nuevas, y los primeros muebles. Incluso quedó una pequeña cantidad para ahorrar. Vashti se permitió, como único capricho caro, un espejo de plata usado. Inmediatamente lo colgó frente a su cama y se miró en él. Se tocó el rostro, trató de arreglarse el erizado cabello que nunca se dejaba crecer, y cayó en la cuenta de que se había hecho adulta.

     Hasta entonces, nunca le había dado importancia. Se sentía contenta como estaba, levantándose temprano todos los días a ordeñar sus vacas, que ya eran más de diez sin contar los becerros; hirviendo la leche y preparando la cuajada. Seir, cuyos deberes consistían en apartar los becerros, llevar el rebaño a pastar y cargar, junto con ella, los productos al mercado, no parecía por su parte muy feliz, pero eso le preocupaba; le gustaba creer que el joven se quejaba simplemente por hábito.

     No supo hasta qué punto había cambiando hasta que una tarde, de camino a casa, se tropezó con  una joven de su misma edad que llevaba un niño en brazos.  Los ojos de la joven tenían un brillo que nunca antes había visto, y Vashti se encontró siguiéndola con la mirada, mientras sus pensamientos se llenaban de una frustración desconcertante.

     Llegó a la casa, y, sin responder al saludo de Seir, cerró la puerta de su cuarto y se echó en la cama. Su crisis de mal humor no duró más de unos minutos, dando paso a una serena reflexión de almohada. A Vashti, de pronto, le pareció condenadamente extraño que a ella y a Seir nunca se les hubiera ocurrido dormir juntos. Si habían convivido bien la mayor parte de su vida, ¿qué había de malo si se decidían a formar una familia? Vashti lo meditó bien. Acordó consigo misma que ya sabía lo que iba a hacer, y se quedó dormida. Cuando despertó ya había anochecido. Seir acababa de encerrar las vacas, y, enfurruñado, estaba cenando a la luz de una lámpara de aceite. Vashti se aproximó, totalmente fresca, y antes del primer reclamo a su holgazanería de esa tarde, le dijo a Seir lo que quería, de golpe y sin rodeos. Al joven pareció caérsele la mandíbula inferior.

     - ¿No te parece esto un poco… rápido? - preguntó, con expresión de terror absoluto. Pocos minutos después, actuó como si las palabras no se hubieran dicho nunca. Y así ocurrió, posteriormente, cada vez que Vashti llegó a tocar el tema. La joven, cansada por fin, dejó de insistir. Hasta que un día fue Seir el que volvió al asunto. Muy serio, le dijo que, si en realidad iban a casarse y todo eso, iba a hacerles falta algo más de lo que tenían. Por lo tanto, iría en busca de fortuna, y de paso de un buen sitio dónde vivir. ¿Dónde exactamente? Lo ignoraba, pero era un hecho que en el continente; Városzag, Kinde o aún más lejos. Vashti, no acostumbrada a que las decisiones se tomaran sin su aprobación, comenzó a protestar, pero se quedó callada al ver la expresión de Seir. Por primera vez le vino a la cabeza que, quizás, su amigo nunca se había sentido feliz en su situación, y ella había estado demasiado metida en las tareas cotidianas para advertirlo. Pero no tuvo tiempo de platicar. Seir se marchó al día siguiente. Con un apasionamiento un poco forzado, hizo una promesa de amor eterno y besó los labios de Vashti precipitadamente.

     Tras la partida de Seir, Vashti se habituó a pensar en él por un rato todos los días, no más tiempo del que le quedaba libre tras sus labores. A los seis meses de su ausencia, empezó a preocuparse. Por fin, tras dos años sin una noticia, se atrevió a exteriorizar un pensamiento que le rondaba la cabeza: si Seir no había regresado aún, y ni siquiera había enviado un mensaje, sólo cabían dos posibilidades: o se había olvidado de ella, o había muerto. Ninguno de los dos inconvenientes, reflexionó, era algo que ella pudiera solucionar, así que, enjugándose algunas inexistentes lágrimas, concluyó que lo mejor era apartar la cuestión de su mente. A partir de entonces, Vashti se resignó a trabajar y vivir sola y pasó el tiempo.

     Y entonces se apareció ese tal Clyve.

     Después de la comida, Clyve se retiró al cuarto de Seir y no volvió a salir. Vashti separó las vacas y los terneros y regresó a cenar, sola. Al llevarse su vaso de leche a los labios, se dio cuenta de que había vuelto a poner dos sitios en la mesa. Frunció el ceño y se fue a su cuarto sin terminar.

     Permaneció en la cama largo rato, sin poder conciliar el sueño. No podía determinar qué era lo que más la preocupaba; si la facilidad con la que había invitado a vivir a un desconocido, o la clase de desconocido que estaba en el cuarto contiguo. Demasiado inquieta ya, Vashti encendió una vela y salió. Fue derecho a la entrada de la casa, donde se había quedado la silla de montar y las riendas del caballo. Fijó la vela al piso con unas gotas de cera y se puso a registrar las alforjas.

     Como ya lo había supuesto, había una bolsa con dinero; ciertamente, no mucho, y sin duda la moneda de Hirai. También algo que parecía ser una carta; Vashti apenas sabía leer, y de cualquier forma los caracteres le eran desconocidos. Un cuchillo y una cantimplora rota. Y un frasquito de ámbar, que despidió un agradable olor cuando lo destapó. Vashti volvió el frasco sobre la palma de su mano, y esperó unos segundos, hasta que escurrió una gota de una sustancia blanca y espesa. Al tomarlo la chica con dos dedos, el líquido se quedó adherido a su piel.

     - Pintura para la cara.- se dijo -. Como la que se pone la gente de los rostros blancos.

     A Vashti le llegó un súbito recuerdo de la infancia. En Hirai, un espectáculo común era el que presentaban grupos de artistas ambulantes que recorrían los pueblos. Era el entretenimiento favorito de su madre, a juzgar por su mirada nostálgica cuando hablaba de ellos. Los grupos de actores tenían un nombre en la lengua de Hirai, pero Vashti nunca había logrado aprenderlo. Un día, mientras estaba jugando con Seir y sus hermanos, la sacaron de su actividad el estruendo de metales y la voz alegre de su madre. Y entonces los vio cruzar la calle, unas diez personas, hombres y mujeres, cuya expresión severa contrastaba con los colores alegres de sus ropas, por demás muy amplias y estrafalarias. Todos tenían la cara y las manos pintadas de blanco, y llevaban cazos y cucharones que golpeaban una y otra vez. Vashti y Seir se les quedaron mirando, fascinados. Y, al caer el sol, se sentaron, junto con el resto de su pueblo, a disfrutar de la función.

     Primero, varios de los artistas se sentaron en el suelo, y acompañándose de curiosos instrumentos de viento y cuerda comenzaron a entonar una suave canción. Después, dos jóvenes y una chica se despojaron de la mayor parte de sus ropas y bailaron al son de la música. A Vashti le llamó la atención su extremada delgadez; y no comprendió la razón hasta que, más tarde, los vio realizando proezas que hubieran resultado imposibles para un cuerpo apenas más pesado, como mantener el equilibrio cabeza abajo sobre los dos índices o incluso sólo los dientes cerrados en una barra de metal o madera. Los ojos maravillados de Vashti viajaron de los artistas a su madre, que, con expresión conmovida, se concentraba en el espectáculo.

     Vashti siguió con su registro. Le faltaba ver solamente los objetos envueltos en tela. El envoltorio estaba apretado, pero no tenía más que un nudo. La muchacha retrocedió un poco antes de decidirse a poner los dedos en su descubrimiento. Al abrir el bulto, la luz de la vela pegó de lleno en las hojas de dos espadas cortas, hechas de un metal que podía haber sido casi blanco. El primer impulso de la chica fue echarse a correr. Nunca se le había ocurrido tener armas en la casa. Cuidadosamente, volvió a poner todo en su lugar y se deslizó a su habitación, donde usó un banco e incluso su espejo para atorar la puerta. No se atrevió a dormir; por lo menos, no lo hizo hasta el alba, cuando el sueño llegó sin que se diera cuenta. Cuando despertó, intranquila, ya era mediodía. Salió corriendo. Las cosas de Clyve habían desaparecido. También su ganado, comprobó en un rápido vistazo. Se dejó caer junto a los escalones, perpleja y no sabiendo si enojarse o llorar. Entonces le llamó la atención uno de sus grandes peroles, puesto junto a las brasas. Estaba lleno de leche. La leche todavía humeaba un poco, y empezaba a llenarse de nata. La desconcertada Vashti vio entonces que la puerta del corral se abría, y que Clyve entraba, seguido por el caballo y la perra. El muchacho tenía ahora mucho mejor semblante. La saludó, y le dijo que, como ella no se había levantado, él había ordeñado las vacas y las había llevado a pastar al claro donde se habían encontrado el día anterior. Que no era el sitio más idóneo, pensó Vashti, pero se guardó la crítica y se limitó a agradecer. Acordó consigo misma que se reservaría cualquier pregunta para más adelante.


     El más adelante no llegó nunca. Pronto las preguntas dejaron lugar a cuestiones más interesantes. Para la siguiente vez que Vashti registró las pertenencias de Clyve, no halló rastro del frasco de pintura blanca, ni de las dos brillantes hojas. Vashti, primero, no supo cómo sacar el asunto a colación;  y después, no creó oportuno hacerlo.

     Clyve no daba señales de querer irse, y Vashti reconoció que, en realidad, no quería que se fuera. Aunque Vashti le había ofrecido dinero a cambio de sus servicios, él insistía en que ese momento le bastaba con el alojamiento y la comida. A medida que los dos jóvenes iban acostumbrándose a la mutua compañía, la tensión de los primeros días se relajó, y pronto surgieron risas espontáneas y conversaciones de sobremesa que en realidad no eran sino diálogos silenciosos compuestos de sonrisas y miradas expresivas. A las pocas semanas, Vashti sentía esos largos silencios como si fueran confidencias a un amigo íntimo, y Clyve, al principio retraído, había llegado al extremo de dirigirse a ella como “Vash”. Vashti, que nunca hubiera permitido que sus padres o Seir deformaran su nombre o le dieran algún apelativo cariñoso, no puso reparos a este último, y acabó sintiéndose cómoda con él.

     Los sentimientos inquietantes comenzaron poco después. Una vez, al recibirlo tras un día de pastoreo, Vashti sintió el repentino impulso de llevarse la mano de Clyve a los labios; avergonzada, vio que él también se había ruborizado, pero la tensión del momento se hizo añicos cuando los dos estallaron en risas. En otras ocasiones, Vashti se encontró espiando a Clyve cuando, muy de mañana, salía con el torso desnudo a lavarse y darle de comer al caballo. Por último, llegaron intolerables noches, en las que la muchacha se encontraba dando vueltas en su cama, esperando descabelladamente que de un momento a otro su compañero entrara a su cuarto. A la madrugada, Vashti daba vueltas en la cama, y, antes de conseguir conciliar el sueño por fin, se preguntaba una y otra vez qué le estaba sucediendo.

     De vez en cuando, Clyve se comportaba de una forma que hacía que Vashti recordara mucho a Seir. Algunos gestos involuntarios, algunas actitudes. Sobre todo, la falta de curiosidad. Clyve nunca hacía preguntas, y, como Seir, era cerrado y prefería que se adivinaran sus pensamientos. Algo nada fácil, se decía Vashti, puesto que, si se detenía un poco en ello, Clyve nunca le había hablado mucho de sí mismo. Pero Vashti prefirió considerar todo eso simplemente como un defecto masculino. Los defectos masculinos no la preocupaban; Seir la había acostumbrado a ellos lo suficiente.

     Era uno de los últimos días del verano que habían pasado juntos. Clyve estaba dedicado a apartar las vacas y los becerros, y Vashti, que acababa de terminar la ordeña y se enjuagaba las manos en una palangana de agua tibia, se había detenido a contemplarlo. Sí, pensó. Clyve podría ser un buen esposo. Sería un buen esposo. Ese mismo día hablaría con él.
Vashti bostezó, se secó las manos y se dispuso poner la leche al fuego.
No alcanzó a oír cuando llegó el sonido. En un principio, éste era tan tenue que el escurrimiento del suero lo alcanzaba a ahogar, y, de cualquier modo, Vashti tenía otras cosas en la cabeza. Pero, a la par que el volumen aumentaba, un viento helado llegó tan súbitamente, que los cabellos de la joven se alborotaron.

     Vashti miró hacia el corral. Los animales, inquietos, se apiñaban junto a la cerca, como buscando una salida, y llenaban el aire con mugidos frenéticos. Clyve alzó las manos y llamó a las vacas, mientras que su perra, ladrando, correteaba alrededor del rebaño; pero era obvio que los animales estaban fuera de control. Vashti se encaminó a la puerta, tapándose los oídos.

     - ¡Clyve! - gritó, temiendo por la seguridad de su amigo -. ¡Ya no les hagas caso!¡Ven acá!

     Y de pronto, instintivamente, dirigió la vista hacia la montaña. Lo que vio hizo que el estómago se le revolviera.

     Los bosques que cubrían la montaña parecían estar en llamas, sólo que el humo que despedían era de un color casi púrpura... y los árboles, en lugar de consumirse, parecían torcerse como si fueran culebras. Mientras la muchacha contemplaba, más asombrada que asustada, el espectáculo, el ruido sordo de un desmoronamiento de piedras la sacó de su abstracción. Las vacas habían derribado uno de los extremos del corral y estaban saliendo en estampida.

     Presintiendo ya lo peor, Vashti corrió hacia el hueco, llamando a Clyve; pero no alcanzó a verlo. El eco muy lejano de un ladrido se oyó poco después; nada más. Cuando el rebaño se alejó lo suficiente, el sonido se oyó con total claridad, y Vashti determinó su procedencia: la montaña.

     El sonido venía con el viento, en oleadas breves semejantes a remolinos. Parecía una mezcla de aullidos y gruñidos de animal con voces humanas, voces roncas y lentas, que parecían a veces risas y a veces quejas. Además del sonido, el viento traía también cierto olor, algo parecido a la carne podrida.

     Vashti sentía los pies clavados en el piso. Estaba demasiado aterrorizada para moverse. Una ráfaga de viento le azotó la cara; ella cerró los ojos, y, una vez que el aire se dispersó, sintió que ya volvía a tener control de sí misma. Sin pensar en nada más que esconderse, se dirigió de prisa hacia el pueblo, todavía temblando a causa de algo que, no estaba segura, quizás había sido cosa de su imaginación: la voz ronca le había susurrado su nombre al oído.

     El ominoso sonido corría ahora por las calles del pueblo. La gente, cubriéndose como podía, echaba el cerrojo de las puertas y ventanas. Los animales domésticos, al igual que las vacas de Vashti, trataban de escapar, y un carruaje sin conductor, del que tiraban dos aterrorizados caballos, estuvo a punto de arrollar a varios niños. En medio del caos, Vashti alcanzó a ver una casa todavía abierta, y se metió en ella tan sólo para chocar e intercambiar palabras agitadas con la mujer que intentaba atrancar la puerta. Afuera, el sonido se intensificó; Vashti y la mujer se echaron al suelo, abrazando cada una a uno de los niños de la mujer. De pronto, paulatinamente, el sonido y el viento cesaron, y Vashti levantó la cabeza al distinguir, a distancia, otro sonido: metales chocando.

     Metales. Con un presentimiento, Vashti se aproximó a la ventana y abrió una rendija.

     Los sonidos, armoniosos en contraste con el viendo, fueron acercándose. Y, por una calle que apenas se alcanzaba a ver desde la ventana, aparecieron ocho figuras, todas vestidas con holgadas túnicas y el rostro pintado de blanco, que ejecutaban una especie de danza acrobática, y parecían indiferentes a cuanto sucedía a su alrededor. Caminaban en fila, abriendo el paso lo que parecía ser una menuda mujer que se movía en graciosos saltos, y se acompañaban con instrumentos improvisados o muy sencillos: vasijas y cucharas, cascabeles y crótalos. En Vashti, el terror cedió frente a la fascinación. Cuando el grupo se perdió de vista, la muchacha se reclinó junto a la ventana, y, sin responder a las preguntas de su involuntaria anfitriona, lanzó un suspiro.

     El viento se había ido por completo. La gente comenzó a salir de sus casas, mirándose unos a otros sin atreverse a hablar. Vashti, se encaminó lentamente a la salida. Como muchos de los presentes, dirigió la vista hacia la montaña. Aunque ya no había rastro del sonido, la neblina roja que había visto al principio continuaba ahí, y los árboles aún se movían como si estuvieran en llamas. Una nube repentina acababa de oscurecer el sol. Vashti echó a andar, sin darse cuenta de que que la gente se le quedaba viendo. En poco tiempo atravesó el pueblo, y al llegar a la orilla más occidental, se tropezó con lo que, de algún modo, esperaba ya encontrarse: el campamento recién levantado de la gente de rostros blancos. Comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia.

     El campamento estaba compuesto de dos grandes carpas de tela y bambú. Estaba silencioso, y parecía solo, con la excepción de una chica que, sentada fuera de una de las tiendas, se frotaba las pantorrillas. Aunque no hubiera podido estar segura, Vashti creyó reconocerla como la mujer que había encabezado el desfile de entrada.

     La chica se puso en pie de un brinco. Pareció muy sorprendida de ver llegar a Vashti, pero después de un momento de vacilación esbozó una hermosa sonrisa y saludó en la lengua de Hirai. Vashti respondió al saludo, que en realidad era lo único que conocía de la lengua de su madre, y guardó silencio, moviendo la cabeza, cuando la jovencita volvió a hablar. La chica, sin la pintura blanca, se veía muy niña, y al darse cuenta de que no estaba dándose a entender, un gesto de decepción apareció en su cara redonda. Después, sin dejar de hablar, hizo una reverencia, tomó la mano de Vashti y la condujo al interior de la tienda.

     Vashti apenas pudo contener una exclamación de sorpresa. Sentados en círculo, estaban los siete miembros restantes de la compañía (una mujer y seis hombres), tan inmóviles que daba la impresión de que ni siquiera respiraban. La súbita interrupción pareció contrariar mucho a uno de ellos, que abandonó de inmediato su pose y se puso a discutir con la niña. El que estaba más cerca de los rescoldos, un hombre mayor, le hizo una seña a Vashti para que se acercara. La joven, confundida, obedeció. El resto del grupo no movió ni un músculo.

     - Bienvenida - dijo el hombre en la lengua común -. No tengas miedo, aquí no te puede pasar nada.

     - Yo... - comenzó Vashti, pero en seguida se dio cuenta de que no sabía por dónde empezar. La niña volvió a señalarla y a decirle algo al hombre que la encaraba.

     - Ella se llama Gensi - dijo el viejo -. Está diciendo que te trajo porque tienes problemas. ¿Qué sucede?

     - ¿Problemas...?

     - ¿De quién huyes?

     - Eh...

     El viejo se volvió a decirle algo a la niña, que respondió con un asentimiento. Luego se volvió a Vashti.

     - Será mejor que te quedes un rato con nosotros. Quizá te gustaría ver uno de nuestros espectáculos esta noche. ¿Cómo te llamas?

     Vashti le dijo su nombre, pero no se atrevió a preguntarle el suyo. Gensi se puso detrás de ella, repitió “Vashti” y le dio una familiar palmada en el hombro, lo cual, al parecer, le ganó otra reprimenda. Después, el grupo de la tienda volvió a su mutismo, y lo único audible fue el tamborileo de las gotas en la carpa.

     Vashti no soportó mucho tiempo el silencio de la tienda. Apenas dejó de llover, salió, musitando una breve despedida. Gensi fue tras ella, y le dijo algo con expresión preocupada. Vashti ya no trató de responder siquiera con miradas. En realidad, quería saber qué había pasado en su casa, y deseaba ir a echar una ojeada. Se lo dijo a Gensi, sin esperar que le entendiera, pero la niña se puso de pie bruscamente, con una expresión muy seria.

     - No, no, no, no - dijo.

     Vashti se levantó, hizo un ademán de despedida y se alejó del campamento, a pesar de que Gensi no había terminado de hablar. No había gente en la calle. La lluvia, al parecer, había lavado bien la montaña. Ya podían verse y oírse los arroyos plateados que corrían montaña abajo, y la niebla roja había desaparecido. Todo parecía muy tranquilo. Vashti entró a su casa por el corral, vacío y lodoso. Se estremeció: la puerta había sido arrancada de los goznes.

     En la cocina, alguien había hecho trizas cada uno de los cacharros, incluso los utensilios de madera, y la cuajada de la mañana estaba regada por el suelo. En el cuarto de Clyve, las mantas estaban hechas pedazos, y la madera de la cama parecía roída o arañada. Vashti examinó las marcas. Eran, sin duda, las garras de un animal, pero ninguno que ella conociera. Curiosamente, se dio cuenta, su cuarto estaba intacto. Fuera lo que fuera lo que se había metido a su casa, no había tocado su habitación. Vashti se dio cuenta de que le temblaban las manos. Se sentó en la cama, sintiendo que de nuevo le faltaban fuerzas para moverse... hasta que un corto aullido en el exterior llamó su atención.

     Salió a la carrera. La perra de Clyve estaba echada frente a la casa, gimiendo. Al ver a la muchacha, acudió meneando la cola. Vashti se inclinó para acariciarla. La perra se frotó contra ella, sin dejar de emitir quejidos lastimeros. Vashti la examinó, buscando alguna herida. Decidió volver al pueblo, en busca de ayuda. Se dio la vuelta, para tratar de colocar la destartalada puerta en su sitio...

     ...y oyó un gruñido sordo a sus espaldas. Se agachó, instintivamente, y vio, por encima del hombro que una garra de largas uñas y que chorreaba una sustancia viscosa caía junto a su cabeza.

     No tuvo tiempo de gritar. El sonido de dos tajos cortando el aire y un penetrante chillido ahogaron cualquier exclamación. Vashti cayó hacia atrás, mientras que dos de los rostros blancos, la mujer mayor y un hombre bajito de cabellos negros, levantaban sus armas ensangrentadas. A sus pies yacía un cuerpo mutilado, un ser que Vashti hubiera tomado por un niño deforme si no fuera porque algunas partes de su cuerpo parecían cubiertas con placas óseas. Los golpes habían cercenado un miembro y la cabeza de aquel animal, cuya apariencia semihumana desmentían dos ojos amarillos, abiertos, y una lengua bífida que se extendía hacia afuera con un movimiento espasmódico. Estaba cubierto a medias con lo que, aparentemente, era la piel de la perra.

     Vashti seguía clavada en su horror, cuando un contacto en su espalda la hizo gritar por fin. Gensi le había puesto el brazo encima. Ella la hubiera golpeado. Tras las dos figuras  armadas apareció el viejo. Se dirigió a Vashti, le ofreció la mano y la ayudó a ponerse de pie.

     - ¿No sabes por qué te siguen? - le preguntó. Vashti rompió a llorar. El viejo esbozó una sonrisa -. No sabes, pobre criatura. Pero no tengas miedo. Te protegeremos.

     Vashti vio que Gensi, tras soltarla, se había quedado en el suelo, de rodillas. Ahora, la niña estaba tocando la destrozada piel de la perra, y había hundido el rostro el el hombro de la mujer,que se había acercado a abrazarla. De algún bolsillo oculto de su amplio manto, la mujer sacó un par de cascabeles brillantes, se los colocó en los dedos y los hizo sonar suavemente.

     El viejo rodeó con un brazo a Vashti y la condujo hacia su campamento. Una vez llegados ahí, le ofreció agua en un tazón.

     - De todas formas - dijo, como hablando para sí mismo -, quizá nos puedas ayudar -. Miró fijamente a Vashti y prosiguió -. Hemos venido siguiendo a la niebla roja. Somos... - el viejo hizo una pausa y tragó saliva -. Vashti, voy a ser sincero contigo, pero estoy esperando que tú también seas sincera. ¿Está bien?

     Vashti asintió, mordisqueando el borde del tazón.

     - Entonces - continuó el viejo -, nosotros, Sie Ku, los rostros blancos para ustedes, no somos bailarines y acróbatas ambulantes, como muchos creen. Nuestra gente persigue el mal que surge de las profundidades. Cazamos demonios.

     Vashti casi se atragantó.

     - Nos pintamos la cara y las manos de blanco para vencer el miedo... la mayoría de los demonios de la tierra no soportan el blanco. Por la misma razón, las armas que usamos y nuestros instrumentos musicales están hechos de plata. A los demonios, lo que es blanco y limpio parece repudiarles. Y odian su imagen reflejada.

     Vashti pensó en el espejo que colgaba en su habitación.

     - Ahora bien - dijo el hombre -, los demonios tampoco soportan que se les mire de frente. Tenemos que aprender a sorprenderlos por la espalda. ¿Qué es lo que te ha venido a la cabeza?

     - Bueno - dijo Vashti -, supongo que por eso, esa... cosa no me hizo nada hasta que le di la espalda.

     - Así es. Ahora, ya te he dicho todo lo que sé. ¿Qué es lo que sabes tú, Vashti? - Vashti no dijo nada, pero el hombre no se impacientó -. Si no sabes cómo empezar, puedo ayudarte, con lo que Gensi me ha contado -, y al ver que la joven iba a preguntar algo, se apresuró a aclarar: - Gensi no entiende tu lengua, pero puede ver las imágenes de tu mente... Me contó que tienes unos animales, y que hay un hombre que te preocupa...

     La joven levantó ansiosamente la mirada.

     - S-sí - tartamudeó -. Mi... amigo. Trabaja conmigo, me ayuda a cuidar las vacas. - Con cierta precipitación, Vashti contó lo que había ocurrido desde la mañana. El viejo la escuchó con semblante grave. Cuando terminó su relato, le puso la mano en el hombro. Su expresión, notó Vashti, reflejaba ahora una profunda pena.

     - Hija - le dijo con suavidad -, no creo que podamos hacer nada. Si tu amigo se fue hacia la niebla roja, si siguió a las vacas... puede que esos demonios lo hayan... o que se hayan metido a su cuerpo, como le ocurrió a ese pobre animal.

     El rostro de Vashti se contrajo, y los sollozos sacudieron su espalda. El viejo le ofreció más de beber y le dijo que aquella caída del sol el grupo daría una exhibición. Después la dejó sola.


     Hacia el atardecer, tal como se había dicho, el grupo ofreció una función. Hubo pocos asistentes, y a Vashti le sorprendió que los hubiera, pues hubiera pensado que ninguno de los habitantes de Kariu estaría de humor para divertirse. Vashti, tras las cortinas de la tienda más pequeña, espió tanto a los artistas como al público, preguntándose si acaso alguien más en el pueblo habría sido atacado de forma semejante. Pensó en su casa (por primera vez, se puso a hacer un cálculo monetario de los daños causados) y pensó también en Clyve. ¿Qué podría haberle ocurrido? No podía ser que... Se revolvió ante la idea. Tratando de olvidar el miedo, se deslizó silenciosamente bajo el extremo opuesto de la tienda y echó a andar hacia su casa.

     Aún no era había oscurecido. La temperatura, que solía bajar al anochecer, parecía haberse elevado, y el aire se sentía espeso. Cuando Vashti levantó la cabeza, se dio cuenta de que la ladera de la montaña brillaba débilmente, un brillo púrpura.

     En su casa, en aparencia, no había cambiado nada. La cuajada, cubierta de moscas, seguía en el piso. Ningún fragmento de loza se había movido de su sitio. Vashti tomó un trozo de yesca y atizó los carbones de la estufa, aún humeantes. Encendió un cabo de vela y se dirigió a su habitación. Ausentemente, dejó la vela junto a su cama y descolgó el espejo. Se miró. Tenía la cara pálida y sucia.

     ¿Por qué te siguen? No sabes, pobre criatura.

     Nunca se había sentido tan confundida. Hasta entonces, todo lo que le había ocurrido, bueno o malo, le había parecido natural o por lo menos con algún sentido. El mundo era un lugar limitado y la mayoría de las veces comprensible. A Vashti le inquietaba no entender. Y le inquietaba no estar segura. Ahora no sabía si de veras, en la llegada de la niebla roja, había oído esa voz que susurraba su nombre.

     - ¿Vashti? ¿Vash...?

     La muchacha se puso en pie de un salto. En el quicio de su puerta se recortaba una delgada silueta. Vashti retrocedió hacia la pared, apretando el espejo contra sí. La luz de la vela, reflejada en el metal, iluminó la figura.

     Clyve dejó caer la cara sobre el pecho. Varios desgarrones, manchados de oscuro, le cruzaban el hombro y el muslo izquierdos. Trató de avanzar hacia ella, pero se tambaleó y acabó sentándose contra la puerta. Vashti no se movió.

     - Vash - murmuró el joven -, creo que est...- cuando levantó la vista, Vashti advirtió que tenía la mejilla izquierda llena de sangre seca. Por un momento deseó acercarse a él, pero en seguida se puso en guardia.

     - Voy a salir - anunció en voz muy alta -. Quiero que te quites de la puerta -. Empezó a caminar, sosteniendo el espejo a manera de escudo. El muchacho sólo cerró los ojos y se sostuvo la cabeza con las manos. Vashti se detuvo.

     - Te digo que voy a salir - repitió -. Hazte a un lado.

     Esta vez, Clyve intentó moverse, pero no consiguió ponerse de pie.

     - Vash...- gimió -, no sé qué... pero... si me dejas aquí... voy a morirme...

     Vashti frunció el ceño y le tendió el espejo. El joven, mecánicamente, lo tomó. La chica ahogó una exclamación.

     - Oh, Clyve... perdóname, perdóname...

     El joven se deslizó hacia el suelo. Vashti lo tomó del brazo sano e intentó levantarlo.


     Vashti no supo cómo interpretar la reacción de los Sie Ku al presentarse ante ellos, llevando a rastras a su amigo. No supo si la exclamación unánime había sido de asombro o desconcierto. Gensi había corrido inmediatamente en su ayuda, diciendo quién sabe qué cosas en su lengua. El hombre bajito y un muchacho de cabellos grisáceos introdujeron a Clyve a una tienda, y la niña fue tras ellos. Sólo el anciano permaneció quieto. Le lanzó a Vashti una mirada maliciosa.

     - Así que, después de todo, sí fue tras la niebla roja - dijo -. Muy raro, tratándose de alguien como él.

     Vashti dudaba en pedir o no una explicación, cuando Gensi salió de la tienda. Su expresión estaba mucho más relajada, casi sonriente, y las palabras que le dijo al anciano sonaron tranquilizadoras. El anciano se puso de pie y llamó a Vashti con una seña.

     - Podemos hablar - le dijo -. Tu amigo tiene más de una historia qué contar.

     Vashti lo siguió a la tienda. Clyve, ya consciente y con cara de mal humor, estaba sentado en el piso. El hombre bajito estaba curándole las heridas del hombro. Al limpiarle la cara, le había descubierto un profundo corte desde el ojo hasta el mentón. Al retirar la costra, la herida se había abierto nuevamente, y un hilillo de sangre la recorría. Clyve estaba limpiándose la sangre con un pañuelo húmedo cuando vio a Vashti. La mirada se le iluminó. Pero, en el momento de entrar el anciano, bajó inmediatamente la cabeza.

     El anciano sonrió con un dejo de ironía y comenzó a decir algo en la lengua de Hirai. Después cambió bruscamente al común.

     - ... Mañana, cuando hayas descansado, vamos a ir a buscar esa niebla maldita - dijo, dirigiéndose al joven -. Y espero que me digas lo que sabes, y que esta vez no corras.

     Gensi se arrodilló junto a Clyve. El anciano dio la media vuelta, jalando del brazo a Vashti. Lo último que ella vio antes de que la cortina de la tienda se cerrara fue a la niña, que hacía que el muchacho se recostara en su hombro.

     - Él es... ¿cómo te puedo decir?, el... hermano mayor de Gensi. Se nos había escapado. Gracias por haberlo cuidado, por cierto - dijo el anciano.

     - ¿Hermano... - Vashti se aclaró la garganta-... mayor?

     - Su... tutor. Vivía con nosotros desde que se quedó solo. Gensi era huérfana, y él se encargaba de cuidarla. Es una costumbre nuestra, que uno de nosotros, en un momento dado, adopte a un menor... Ella supuso que había estado contigo, porque lo vio en tu mente, pero la verdad no estábamos seguros...

     - Entonces Clyve es...

     - Clyve. Sí, así se llama. Qué raro, incluso te dijo su verdadero nombre - el anciano sonrió -. Un buen chico. Es un buen equilibrista. No, ya sé que no tengo que disimularte las cosas - añadió, al ver que Vashti se cruzaba de brazos -. Quiso convertirse en Sie Ku desde que... - su rostro se oscureció, como si lo que evocara su mente le resultara doloroso -. Les he dicho a los otros que no le mencionen lo de su perra; todavía no. Le tenía mucho cariño... y perdió a su hermano, su única familia, de la misma forma.

     En los sentimientos de Vashti se arremolinaron la pena y el temor. Pensó, por una parte, que Clyve había pasado más de un día en la montaña, cerca de esa cosa... y, que, después de todo, ella tampoco había estado en el sitio más seguro del mundo. Se preguntó si no sería mejor olvidarse de la granja y marcharse de Kariu tan pronto como fuera posible.

     - Las personas que puede llegar a ser Sie Ku tiene que tener facultades especiales, como Gensi - continuó el anciano -. O como Clyve, que se resistió a los demonios la primera vez, y supongo que también ésta. Pero nunca lo pudo superar del todo... la niebla roja lo aterrorizaba. La última vez simplemente tomó el caballo y salió corriendo. No pensábamos encontrarlo... pero la niebla roja llegó aquí... y resulta que me vengo a enterar de que se fue tras ella, sin armas y sin pintarse la cara, para salvar a unas vacas. - La risa del hombre, franca pero mordaz, hizo que a Vashti se le erizara la piel -. Bien, ya basta con charlas que no tienen nada que ver. Vashti, escucha lo que voy a decirte. Gensi dice que esta niebla roja es... peculiar. No quiero que te asustes, pero creo que hay algo en ella que te está buscando.

     - ¿Qué me está buscando? ¿A mí? ¡Por favor! ¿Qué tengo que ver yo con...? - la voz ronca pareció sonar una vez más en su cabeza, y Vashti interrumpió su airada protesta. Dejó caer las manos. Por un momento se sintió muy desvalida. El anciano le puso la mano en el hombro.

     - Mañana vamos a ir a la montaña, y terminaremos con esto - le dijo.


     Vashti pasó la noche en la tienda donde estaban Clyve y Gensi. No consiguió conciliar el sueño sino hasta la madrugada. Sus pensamientos no la dejaban en paz. Clyve estaba muy cerca: ella podía oír su respiración y la de Gensi, a ratos irregular, a su lado. De pronto, se le ocurrió que en realidad conocía muy poco al hombre a quien había considerado como posible esposo. Clyve y ella nunca habían hablado más que de las vacas y otras cuestiones ordinarias. Nunca se habían sentando a conversar sobre ellos mismos. Nunca habían llorado juntos. Nunca se habían confiado temores, ilusiones, sentimientos. Vashti sintió que las lágrimas le corrían por las mejillas. Por un momento, tuvo deseos de acurrucarse junto a él, o por lo menos tomar su mano. No se atrevió. Envolviéndose en la manta que le habían dado, le dio la espalda y trató de alejar toda idea de su cabeza, toda pesadilla y todo pensamiento sobre aquella niebla roja.

     Gensi no pareció sentirse incómoda al tener que cambiarse la ropa delante de Vashti. Mientras la joven, sentada con expresión ausente, se peinaba el pelo con los dedos una y otra vez, la niña sustituyó su atuendo de dormir por un pantalón y una túnica corta, ambos blancos, se puso unos zapatos de tela del mismo color, que ató con cintas a lo largo de la pantorrilla, y se ciñó las prendas con un fajo de cuero. Le sonrió a Vashti al ejecutar algunos pasos de danza con el nuevo ropaje; y continuó con su arreglo personal. Se sujetó el cabello, rubio y liso, con una cinta, y de un morral que colgaba de la pared sacó un frasco de ámbar como el que que Vashti había encontrado en las cosas de Clyve, y procedió a pintarse cuidadosamente la cara y las manos. Terminó el maquillaje delineándose de azul oscuro los ojos y los labios. Le comentó algo a Vashti mientras lo hacía, como si se hubiera olvidado de que ella no podía entenderla. Finalmente, tomó del mismo morral dos pares de crótalos, se los colocó en los dedos y, con los brazos en alto, los hizo sonar. Vashti sonrió sin ganas. Gensi le devolvió la sonrisa e inclinó la cabeza.

     En aquel momento entró el anciano, ataviado de una forma similar. Le señaló a Gensi la puerta de la tienda y la chica salió sin decir palabra. Después se dirigió a Vashti.

     - Vamos a buscarlo - dijo -. Procura no moverte de aquí.

     - ¿Qué? - protestó Vashti -. Ah, no. No voy a quedarme aquí sola.

     El anciano movió la cabeza.

     - Nada te va a pasar. Es mejor que dejes de preocuparte.

     Vashti lo siguió afuera. El sol todavía no había salido, pero había suficiente claridad para que la muchacha pudiera observar los alrededores. Los Sie Ku habían salido ya; Vashti observó que todos, con la excepción de Gensi, portaban algún tipo de arma. Clyve estaba en un rincón; con la cara pintada de blanco, su expresión adusta resultaba casi cómica. La herida de la cara se le había vuelto a abrir, dejándole una mancha oscura y sucia en la mejilla. Vashti se sentó junto a él, mirando hacia la montaña. Por un minuto, ninguno de los dos habló. Vashti fue quien, al fin, rompió el silencio.

     - ¿Ya te sientes mejor? - preguntó. Clyve asintió. Vashti miró al suelo y se puso a arrancar briznas de hierba, chasqueando los labios.

     - Bien - dijo, solamente. Clyve enarcó las cejas.

     - ¿Qué?

     - Nada - suspiró Vashti -. Que pudiste habérmelo contado, por lo menos.

     El joven desvió el rostro. Vashti siguió su mirada hasta su flanco izquierdo, donde, a sus pies, reposaban las dos relucientes espadas. Torció la boca, en una mueca de ironía, al recordar su descubrimiento, tiempo atrás.

     - Bueno, creo que yo también pude haberte preguntado - murmuró -. Qué mala suerte, ¿verdad?

     Los dos suspiraron, tan sincronizadamente que poco faltó para que Vashti se echara a reír. Entonces el anciano, que había vuelto a entrar a la tienda mayor, salió llevando un bastón de plata. Pronunció una palabra que sonaba más bien como el final de una canción, y los Sie Ku se colocaron en semicírculo frente a él. Gensi dejó de flexionar las articulaciones  para colocarse a su derecha. Y Clyve se levantó también; a Vashti le pareció que tenía la misma cara que Seir cuando se marchaba a cuidar las vacas.

     Gensi abrió el cortejo, sonando los crótalos; sus compañeros la siguieron, en el mismo paso ligero con el que habían entrado en el pueblo. Clyve cerraba la fila; sus movimientos parecían una imitación desgarbada y burda de los del resto de los cazadores de demonios. Vashti, por su parte, se entretuvo los últimos segundos que tardó la hilera en desaparecer en preguntarse si los Sie Ku no encontrarían un poco fastidioso tanto movimiento ritual.

     A la hora a la que debió haber salido el sol, espesas nubes de lluvia cubrían el cielo.


     Al caer la primera gota, Vashti salió de su ensueño involuntario. Parpadeó. Había estado sola desde hacía quién sabe cuánto tiempo ya. No se oía el menor sonido. La montaña parecía muy cercana, y muy vacía. Sin detenerse a pensar, Vashti echó a andar hacia la ladera.

     En unos minutos, la ropa y los cabellos de la joven estaban empapados. El camino de subida empezó a llenarse de barro, que pronto se filtró en los zapatos de Vashti, pero ella apenas pareció darse cuenta. Siguió andando, cada vez más deprisa. Cuando por fin se detuvo, la lluvia ya había cesado, y el pueblo estaba muy atrás. Vashti cayó en la cuenta de que había estado corriendo y tropezándose, a juzgar por las manchas de tierra en su ropa. Ahora se encontraba en el claro abierto de una meseta. Aturdida, apoyó la espalda en un árbol y cerró los ojos.

     La figura que se acercó a ella entonces no produjo ningún ruido al avanzar sobre la hierba mojada. Vashti no alcanzó a percibirla hasta que estuvo a menos de dos metros de distancia. Al hacerlo, retrocedió, llevándose involuntariamente una mano a la boca.

     Seir. Muchísimo más delgado que la última vez que se vieran, pero sin duda era él. Pero a Vashti no le pasó inadvertido que sus pies no tocaban el suelo. Cuando la figura, flotando, trató de acercarse a ella, Vashti retrocedió, a medias entre el pasmo y el miedo.

     Seir extendió la mano en su dirección.

     - Vashti... - pronunció lentamente. Vashti tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar; la voz de Seir era la misma voz ronca y seca que había oído en la niebla roja.

     - Vashti - repitió Seir. Su voz, en esta ocasión, era como ella la recordaba. De pronto tenía la mirada de un muchacho extraviado.

     Vashti intentó hablar. No lo logró.

     - Vashti - dijo Seir, una vez más -... ¿me vas a perdonar? Yo... sólo quería hablar contigo, antes de que...

     - ¿Qué es... - tartamudeó Vashti -...tás haciendo aquí?
Seir suspiró profundamente. Vashti tuvo la impresión de que incluso tomar aire le producía dolor.

      - Quería que supieras que... no te abandoné... que de verdad pensaba en que las cosas iban a ser mejores para nosotros... cuando me marché, y... fui tan estúpido.

     - Sssí...  - concedió Vashti.

     - Nunca debí haberme ido - continuó Seir -. De... de verdad  pensaba que podría encontrar algo bueno para nosotros... pero ellos me encontraron antes de que pudiera salir de Hirai. Los he seguido a todas partes, he visto lo que hacen... y ellos supieron de ti, y me trajeron acá, solamente para torturarme... dijeron que iban a...

     - Oye - espetó Vashti, que ya empezaba a perder el control de sus nervios -. Me alegro que hayas vuelto, Seir, pero... pero no tienes que andar diciéndome cosas que no entiendo. Yo... bueno, ¿por qué no vienes a la casa y hablamos? Ha pasado mucho tiempo y...

     - Maldita sea, Vashti, no entiendes - gritó Seir, y la frase se perdió en el principio de un sollozo -. No puede ser, ¿sí? Ya no. Ahora tienes que... tienes que matarme, Vashti. Si me matas, te dejarán en paz.

     - ¿Matarte? - tartamudeó Vashti -. Pero, ¿qué te pasa? ¿Qué...? - y se cruzó de brazos y se dio la vuelta como para marcharse, como hacía antaño cuando se enojaba con él.

     Apenas tuvo tiempo de reaccionar. Al oír el sonido, se volvió, pero no fue los suficientemente rápida. Una larga uña le desgarró la camisa, alcanzando a rozarle la piel. Vashti sintió que la sangre corría por su espalda y miró a Seir, que a su vez la observaba con una expresión terriblemente triste.

     - No... - murmuró.

     - Por favor, no me des la espalda. Casi no puedo moverme ya... no puedo hacer nada. Ayúdame, Vashti.

     - ¿Cómo...?

     - Mátame. Por favor.

     Vashti se tambaleó. Las lágrimas le empezaron a correr por las mejillas. No sentía el dolor de la herida; tan sólo pensaba en la perra de Clyve y en lo que le había ocurrido. No podía ser que a Seir también, no era justo... Vashti se sentó, llorando abiertamente. No podía ser cierto.

     - Te amo - le dijo Seir.

     Una pequeña figura se interpuso entre ellos. El traje de Gensi estaba manchado y roto, y ya no llevaba los crótalos, sino una espada corta. La niña encaró a Seir, que la miró sorprendido. Gritó algo y se quedó rígida, empuñando el arma.

     - ¡No! - Vashti fue hacia ella. Gensi no se movió.

     - Vete - dijo, con un acento muy marcado -. Corre.

     - No - masculló Vashti con furia.

     Gensi miró fijamente a Seir. Este cerró los ojos, asintiendo, y bajó la cabeza.

     - ¡Espera! - Clyve se precipitó hacia el claro, arrojando a un lado sus dos espadas. Los otros Sie Ku llegaron tras él. Gensi no se movió. Clyve miró a Vashti con preocupación. El encontrarla llorando pareció desconcertarlo mucho.

     - Vash... - murmuró. Después volvió los ojos hacia Seir, y, aunque no estuvo segura, a Vashti le pareció que fruncía el ceño.

     Clyve le dijo algo a Gensi en su propio idioma, y la jovencita asintió y dio algunos pasos atrás. El anciano Sie Ku fue hacia él.

     - ¿Qué vas a hacer? - preguntó. Gensi llamó a señas a sus compañeros. Todos, con espadas y cuchillos empuñados, formaron un semicírculo en torno a Seir, y Clyve se colocó detrás de él. El anciano lo miró, extrañado, y se inclinó para recoger las espadas de Clyve.

     - Vash - dijo el joven, y a Vashti le sorprendió la inflexión firme, casi airada, de su voz -. Escúchame con atención. Ponte de pie, y cuando te diga, empiezas a correr. ¿Está bien?

     - ¿Qué?

     Clyve repitió las instrucciones, esta vez en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas. Vashti, no muy segura si lo que más la asustaba era esa voz o lo que iba a hacer, obedeció. Desvió los ojos de Seir, que parecía estar observándola con insistencia. El grupo de Sie Ku se abrió un poco.

     - ¡Ya! - gritó Clyve.

     Vashti vaciló un momento antes de darse la vuelta. Echó a correr, y corrió como nunca lo había hecho antes. Pero su carrera no duró más que unos segundos. Al oír el grito de Seir y varios tajos que cortaban el aire, se detuvo en seco, y cayó de rodillas. Le pareció que habían pasado horas cuando por fin decidió ponerse de pie y encarar la escena a sus espaldas.

     El cuerpo del demonio, mutilado, yacía frente al grupo de espadachines. Gensi, que al parecer había mantenido intacta la compostura por demasiado tiempo, se había retirado, jadeando, al lado del anciano. Clyve estaba en medio del grupo, y aún sujetaba con fuerza a un inanimado Seir. Las mangas de su traje habían desaparecido, y la piel de sus manos y brazos estaba enrojecida.

     Clyve se había aferrado con fuerza al torso de Seir. El demonio se había desprendido del cuerpo del joven al tratar de seguir a Vashti, y en ese momento las espadas plateadas habían caído sobre él.


     Aquella tarde iba a ser la última función en Kariu. Desde que la niebla roja se había desvanecido, nadie podía decir cómo o por qué, las personas sólo pensaban en relajarse un poco y disfrutar. Entre el público, Vashti y Seir, juntos, miraban el espectáculo. Vashti estaba tan ausente que ni siquiera advirtió que Seir la había tomado de la mano.


Seir había participado con un gusto inusitado en la búsqueda de las vacas de Vashti, junto con la joven, Gensi y Clyve. Habían tenido suerte; en realidad sólo se había perdido uno de los animales. El caballo de Clyve había sido el primero en aparecer, pastando como si nada hubiera ocurrido, junto a la casa de Vashti.

     Vashti esperaba que la despedida no fuera hasta el día siguiente, pero se equivocaba. Terminada la función, los Sie Ku comenzaron a empacar sus cosas.

      Clyve no había estado en la función. Con los brazos quemados, no era capaz de ejecutar suerte alguna. Vashti lo vio, a un lado del escenario, y sintió que había algo terriblemente malo en todo eso.

     Cuando el anciano fue a despedirse de ella, se atrevió a preguntarle algo que ya le rondaba la cabeza desde hacía tiempo: cuál era el castigo que se aplicaba a un desertor de los Sie Ku. El anciano sonrió y le dijo que sí, que había un castigo, pero ya había hablado con Clyve y que, tomando en cuenta que él había hecho lo correcto con Seir, las cosas iban a quedarse como estaban. Clyve, por supuesto, se iría con ellos, por lo menos hasta que su responsabilidad con Gensi terminara.

     Vashti ya lo sabía. De algún modo, lo presentía. Quería hablar con Clyve, quería dejar algunas cosas en claro antes de que él se marchara. Pero no consiguió dejar atrás a Seir cuando fue a despedirse.

     Clyve se encontraba en la última tienda en pie. Gensi le estaba cambiando el vendaje. Antes de que Vashti pudiera pronunciar palabra, Seir se adelantó, agradeciéndole por enésima vez lo que había hecho por él.


Vashti intentó hablar nuevamente. Seir le rodeó el hombro con un brazo, pero ella, tan discretamente como pudo, se lo quitó. Para disimular, le dio a Seir una palmada. Si bien para Seir y Clyve esto pasó inadvertido, Gensi, mirando a los tres con los ojos muy abiertos, se puso una mano en la cabeza y soltó una risita.

     Clyve y Vashti no pudieron decirse nada. Acabaron desviando la vista. Gensi, cuando terminó con la curación, tomó suavemente el brazo de su hermano adoptivo y le sonrió a Vashti.

     - No... - y movió la cabeza, como si no se decidiera a pedirle a Clyve que hiciera de intérprete -. Yo... cuido - terminó diciendo.


Las dos mujeres intercambiaron sonrisas.

     Poco después del anochecer, Seir y Vashti acompañaron a la comitiva a la salida del pueblo. Gensi, que iba montada en el caballo de Clyve, se volvió para hacer una alegre seña de despedida antes de que el grupo se perdiera por completo en la distancia.

     Los dos jóvenes regresaron a la casa, abrazados. Vashti aún no le había dicho a Seir que eso la incomodaba, pero ya lo haría. Cuando Seir, en el camino, comenzó a insinuar, tímidamente, algo sobre matrimonio e hijos, ella respondió en un murmullo que le parecía algo demasiado rápido y que ya tendrían tiempo de hablar de ello. Sí, había muchas cosas de las que tenían qué hablar.


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