Introducción

          Vamos a ponernos realistas: escribir no es fácil. Ni siquiera para las personas que hayan nacido con el don especial del escritor. Todo el mundo, en un momento dado, hemos pasado por dificultades, y a todos nos ha tocado sudar sangre y perder el sueño cuando se trata de pasar nuestros pensamientos al papel, ya sea en alguna historia, un trabajo de la escuela, un telegrama, etc. Y, con lo subestimada que está últimamente la comunicación, escrita, el medio ambiente no hace mucho por ayudarnos.

          Si, como yo, eres escritor de ficción, tal vez te parezcan interesantes mis experiencias en el campo a lo largo de ya algunos años. He estado escribiendo cuentos, y también he dado clases de redacción y algún que otro taller de narrativa; y, me temo, tengo que confesar que hasta ahora nada de eso me ha facilitado el oficio. No creo haber sido capaz de resolver la mitad de mis problemas (el mayor, en mi caso: tengo una ominosa tendencia a dejar las cosas sin terminar). Pero algo puede ganar uno después estar en contacto con los problemas propios y ajenos; lo que yo gané fue un montón de ideas para deshacerme de ellos. Los problemas se no se acaban, es verdad, pero tampoco las ideas, y lo que voy a poner a continuación es una exposición nada formal de las que yo he estado acumulando, y además una visión muy personal, con teorías también personales, del arte de escribir.

Algunas de estas ideas podrán serte útiles; otras no tanto, pero si eres del tipo de persona a la que no le disgustan los tips y recomendaciones, te sugiero que sigas leyendo.

          Me he dado cuenta que la mayoría de los problemas del escritor pueden resumirse en tres cuestiones: Redacción, ritmo y registro (curioso que las tres empiecen con “r”; por eso el nombre de este ensayo). Antes de ponerme a escribir esto, estuve dándole vueltas en la cabeza a cada una de ellas, y a examinarlas parte por parte. Las tres constituyen el cuerpo de este manualito. Pero antes de que entremos a ellas de lleno,vamos a concluir la introducción con unas palabras sobre algo que he llamado herramientas del escritor.

  ¿Cuáles son las herramientas del escritor? En primer lugar, se necesita qué escribir: una buena historia, poema, novela, etc. Supongamos que ya tenemos esto. En segundo lugar,  algo con qué escribir: pluma, lápiz, máquina, computadora; y, siempre, papel, aunque el papel puede sustituírse por los materiales más extraños en momentos de urgencia. Bien, por lo general también tenemos esto. ¿Nos falta algo? Por supuesto. Aunque la gente suele pensar que ahí termina la cosa, y que en cuanto dispongamos de estas dos primeras herramientas ya estamos listos para trabajar, no siempre es así. Si nos dispusiéramos a hacer galletas y  contáramos ya con el horno, la harina, la leche y la mantequilla, tengan por seguro que, de un modo u otro, lograríamos un resultado. El cómo nos quedaran las galletas o si alguien se atrevería a comérselas ya es otra historia... Ahora... podríamos probar utilizando, además, un molde, una cucharada de azúcar, ¿un recetario, tal vez? Posiblemente algún día nos podamos pasar sin estas herramientas, y nuestras galletas salgan doraditas y apetecibles. O a lo mejor nunca podremos separarnos del molde y los recetarios; qué más da, si a fin de cuentas lo que importa es lo que al final salga del horno. En el caso de escribir una historia, ¿de qué nos podríamos ayudar, en lugar del molde, el recetario o el azúcar? Bueno, aquí va mi lista personal, en orden de importancia:

- Un diccionario de sinónimos y antónimos.

- Un cuadernito de hojas blancas, de preferencia  de ésos que venden en las papelerías a mitad de precio (saldos). Este va a ser nuestro cuaderno de batalla.

- Tarjetas para fichas bibliográficas. Más tarde les explico para qué sirven. Con esto ya podemos empezar.

          Una palabra más: el error que con más frecuencia he visto en mis amigos escritores es, al ponerse a trabajar, tratar de sacar un producto terminado. Bueno, eso es comparable a intentar que las galletas salgan mágicamente después de que mezclamos la harina y la leche. Muchas veces tendremos que experimentar, (puesto que las fórmulas del recetario no sirven para nada si no las adaptamos a nuestras necesidades particulares), y no pocas comernos nuestros propios errores o que nuestros críticos nos los escupan a la cara; y a lo mejor un día estaremos de acuerdo con nosotros mismos en que nuestro producto tiene tan mal sabor que no querremos  volver a poner manos a la obra en nuestra vida. Pero no importa. Mientras la leche, la harina, el horno, y, sobre todo, la forma particular de hornear sean nuestros y legítimos, todavía hay esperanzas para las galletas.

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