Pratch Down


- Adivina qué, Haspratchjer - había decidido que el nombre de Pratch resultaba informal para algunas ocasiones y le había puesto afijos de mi propia cosecha; según yo, quedaba más elegante -. Adivina qué. Ya sé qué nombre le voy a poner a mi proyecto final.

El elfo no respondió. Haberse oído llamar "Haspratchjer" le había recordado su primera enfurruñada el día anterior, cuando le había dicho que, invariablemente, tendría que firmar documentos importantes con ese trabalenguas.

- Le voy a poner tu nombre, Pratchito precioso - busqué la reconciliación, pero el otro siguió con su mal humor. Me preocupó, claro, pues éste era el primer tropiezo que sufrían nuestras relaciones desde que nos conocíamos. Afortunadamente, no le duró demasiado el capricho.

El dichoso trabajo final para cierta extraña materia impartida sólo en esa escuela donde estuve y cuyo supuesto objetivo era mejorar las habilidades mentales, podía ser cualquier cosa, siempre y cuando contara con determinadas características. Consistía, nos había explicado el profesor Y mientras caminaba de izquierda a derecha del salón y sonreía con cinismo (ya era su costumbre), en un invento personal, producto de la inteligencia de cada uno de los alumnos; algo útil, divertido, novedoso. Por citar ejemplos: Solvente de Telerañas, Espátula para Levantar Linduras de Pajaritos, Anteojos Para Dormir con Sofisticado Sistema de Cortinaje, Ropa Interior Desechable (si bien estoy exagerando un poco, quizá, quiero hacer constar que de esto último llegué a conocer un caso real), etc. Un verdadero invento, con planos, proceso y todo. A lo largo del semestre se nos habían dado clases de "cómo hacer un invento". Casi como en aquel instuctivo de mi colina: Paso No. 1: poner el cerebro a funcionar. Paso No. 2: Concebir una idea. Paso No. 3: Delimitar la idea. Paso No. 4: Definir la idea. Paso No. 5... y así suscesivamente. Tan desesperante. Tan ABSURDO.

Habíamos practicado y habíamos planeado; ahora la cosa iba en serio y estaba en juego la calificación.

Mi trabajo, por suerte, ya estaba listo. Era una vil caja de madera con una serie de foquitos bajo una pantalla translúcida. Se oprimía el botón, ¡click!, y la pantalla se iluminaba. Sobre ella se podía dibujar, calcar, ver transpa- rencias. En la tapa tenía un montón de aditamentos que parecían parches cuyo principal objeto era hacer que el invento no pareciera tan simplón: para guardar lápices, gomas, reglas; para colgar recados. Funcionaba con doce (!) pilas alcalinas doble A.

Evidentemente, el producto de una completa diarrea mental. Con todos mis ánimos rezaba para que no se le notara... mucho.

Con todo, el tal invento no tenía mal aspecto (una bonita caja muy bien hecha que hacía ciertas monadas). Me quebré un poco la cabeza para conseguirle un nombre original. En la escuela, por supuesto, también habíamos llevado clases de cómo ponerle nombre a un invento; y me pregunto cuál habría sido el destino del pobre Pratch si se me ha ocurrido seguir esas reglas para bautizarlo. Seguramente hoy estaría anhelando llamarse Haspratchjer. Baste saber que en alguna ocasión, tras el procedimiento, el resultado final había sido "Paralelín" para un extravagante instrumentito que trazaba líneas paralelas. ¿Saben?, ésto entre nosotros, nunca he dejado de creer que la tal materia (que los pobres alumnos preparatorianos, tengo entendido, aún tienen que soportar) era el asunto ideal para montar una hecha y derecha fábrica de idiotas; aunque no podría afirmar con total certeza si éso era o no una de las metas oscuras de mi ex escuela.

Bien, sin orden, sin proceso, al final construí un nombre muy pomposo, mitad en inglés y mitad en deformación personal del alemán: "Pratch Down".

Dejen de reírse. Va en serio. La luz que salía detrás de la pantalla me recordaba de algún modo la que emanaba del cuerpo de Pratch. "Down" quiere decir abajo, y el hecho de que esté en inglés es, pura y llanamente, en favor del sonido. Prach daun. Sonaba bien. Traducido lo más idealísticamente posible, tal vez podría ser: tengo a Pratch aquí Abajo. Me gustaba. Pensaba, además, ponerle como logotipo y adorno el bonito calzado que Pratch solía usar. Pero esa idea no convenció a nadie. Una de mis hermanas compuso para mí algo bastante simple: un lápiz trazando una línea color de rosa.

Pese a mil oposiciones y mil cuatrocientas cuarenta y cinco punto siete acusaciones de malinchismo, el nombre, ¡qué caray!, se quedó. No se me ocurrió medir consecuencias. ¿Las habría? ¿Por el nombre? No era para tanto. Se suponía que no era para tanto.

Traté de dibujar las botas de Pratch. Nunca salieron como yo quería. Tuve que aceptar el intrascendente lápiz con su rayita rosa para decorar la tapa del invento y el cartel de presentación. Junto a él, "Pratch Down" apareció en letras minúsculas redondas. Probé la resistencia del equipo con suaves patadas y rebotes de pelota. Alguno de los focos se aflojó. Tuve que ajustar todo el circuito. Todo bien. Qué bonito invento, ninguno te superará.

El día de la exhibición (sí, exhibición; teníamos que mostrar el invento en la misma escuela, con jueces, jurado y curiosos; así quedaba resuelta la cosa de la calificación), después de dar los últimos toques al invento, me preparé el atuendo horrible que se nos había requerido para el asunto (falda negra y blusa azul rey; todos teníamos que ir de negro y azul rey) y después cacé a Pratch, que revoloteaba por mi habitación, y le dije:

- Te vas conmigo, condenado.

Pratch pareció sorprenderse, pero su voz era casi plana.

- ¿De veras quieres que vaya contigo?

- Tendrás que hacerme un poco de luz por si el circuito me falla a la hora de la hora. Además te quiero presumir y quiero tener con quién platicar.

- Ajá. ¿Presumir a quién?

- A quien te vea. Quiero que te pongas de lo más guapo.

El condenado hizo una sonrisita medio presuntuosa.

- ¿Me falta algo?

Lo tomé del pescuezo con dos dedos y lo llevé al lavabo. Le acerqué una teja de jabón y la gomina para el pelo.

- Te bañas - le dije -, y a ver si consigues que tu cabello se esté en paz. Allá no admiten punks, y quiero que quedes de lo mejor. No te tardes - y salí.

Un rato después, uniformada, pintada y con el pelo lleno de laca, toqué a la puerta del baño.

- ¿Ya estás listo, Pratch?

- Un momento - abrió. Me tomó por sorpresa su estatura (1.77 mts.). Sinceramente, el cabello le sentaba mejor en orden.

- Vámonos - dije. - Vámonos - contestó él. Añadí: - Oye, ¿vas a quedarte así de grande? Te necesito sobre mi mesa.

- Esperaba ódenes - me contestó, y de pronto fue otra vez .22 mts. Trepó al "Pratch Down", levanté a ambos y nos fuimos.

El lugar del asunto era un salón amplio en la biblioteca. Llegué a mi mesa y acomodé el "Pratch" junto con los pocos objetos decorativos que había llevado (en aquel entonces tenía cierto instinto fetichista): mi carpeta de unicornio llena de papel, mi tachuela de unicornio y mi unicornio de plástico, "Solveig". Pratch montó en ella y se quedó con aire pensativo.

Miré a mi alrededor. Todos mis compañeros lucían un poco nerviosos. Me puse a ver trabajos y a comparar. Cada vez me parecía más que el mío era diarrea mental.

- Espero que los jueces sean clementes conmigo - pensé. No me sentía intranquila por el asunto de las simpatías y antipatías. El profesor Y nos había dicho desde el principio que, de acuerdo a las reglas del evento, el jurado iba a estar compuesto por personas totalmente ajenas a la escuela. Nos harían preguntas, probarían el invento y calificarían de acuerdo a ello.

La gente comenzó a llegar y admirar nuestras cosas. Nosotros, toda cortesía, las mostrábamos y explicábamos. De pronto, apareció por ahí un grupo con libretas de gráficas en mano. ¡El jurado! Encontré en él tantas caras conocidas, que se perdió por completo mi fe en las reglas.

Sacudí a Pratch, que llevaba ya buen rato con la cara hundida en las crines de "Solveig", le advertí que estuviera preparado y lo dejé a cargo de mi puesto. Me aproximé al jurado y me puse a escuchar atentamente el cuestionario.

- ¿Cuánto te costó? - preguntaba el maestro de matemáticas, parte del jurado.

- ¿Cuánto te costó? - preguntaba la maestra de inglés (que además era novia del director), también parte del jurado.

- ¿Cuánto te costó? - preguntaba el hermano del maestro de Apreciación Estética, otro más.

- ¿Cuánto te costó? - preguntaba el maestro de Comunicación Oral, el siguiente.

- ¿Cuánto te costó? - preguntaba el presidente de la Sociedad de Padres de Familia, el último y el mero mero.

Nada más. Luego anotaban en las gráficas. Me quedé helada. ¿Cuál sería la suerte de mi invento, que no había sido una ganga ni mucho menos? Toda tiesa, regresé a mi sitio.

Bueno, ¿dónde carambas estaba Pratch? Ni debajo de la mesa, ni en las ventanas. Di una patada al suelo.

Cuando llegó mi turno, recé por que el maldito circuito funcionara. Pero al parecer en jurado no tenía el menor interés en probarlo. Apenas me prestaron atención cuando solté el ensayado discurso sobre el funcionamiento del asunto. A todos sus "cuánto te costó" respondí con aproximadamente un cincuenta por ciento menos. Pero me tocaba otra pregunta. Cada miembro del jurado, en su respectivo turno, se intrigó por el nombre de mi artículo: ¿por qué estaba en inglés? Lancé rápidamente un improvisado rollo; que "Pratch" o "Pracht", que a fin de cuentas era lo mismo, significaba brillo, que no sé qué, etc. Se me quedaron viendo con simpatía mezclada de lástima y se retiraron. Evidentemente, el malinchismo me iba a costar un poco de puntuación. Por cierto, no estoy segura si fue este mismo jurado el que calificó (muy bien), años después, un proyecto escolar de comida mexicana llamado "The Bakery", y el ponerme a analizar la situación y encontrar que los alumnos encargados del proyecto eran hijos de tal o cual persona y hacer sucias conjeturas acerca del nepotismo y los privilegios especiales existentes en... Bueno, ha sido una tonta interrupción. Seguiré contando.

Volví a buscar a Pratch. Un relajo armado en una mesa vecina me distrajo del asunto. El invento (un cortador eléctrico de botellas de vidrio que limaba los bordes y hacía originales vasos) acababa de descomponerse. La hoja cortadora al rojo vivo se había partido en dos. Los muchachos encargados estaban desesperados. El profesor Y contemplaba la escena con una cara de gozo indescriptible, aunque de seguro estaba jurando que podía disimular su malévola sonrisa. Y los jueces se acercaban más y más. Y que ¡zaz!, de improviso aparece Pratch (1.77) detrás de la mesa. El aparatejo volvió a encenderse. A juzgar por el color de la piel de los muchachos, creo que se olvidaron del costo de su invento. Gracias a Dios, a los jueces no les interesaba ver cómo se cortaban las botellas. Se conformaron con la débil lucecita de la hoja. Cuando se alejaron, el cortador chisporroteó y se apagó. Pratch soltó la hoja y regresó conmigo, radiante de felicidad.

Nos reunimos en el pequeño auditorio de la biblioteca para conocer el fallo del jurado. El "Pratch Down" no ganó, ni fue finalista, ni nada por el estilo. Obviamente, el invento más económico se llevó el primer lugar. Pero yo sentía que con el pequeño triunfo del otro Pratch, sentado (.22 mts.) contentísimo en el respaldo del asiento delante mío y frotándose los dedos ennegrecidos, me bastaba y me sobraba. Estaba orgullosa de él, y se lo dije. Al salir de la escuela compré chocolates y nos dimos un hartazgo.

La agitación del trabajo final cesó. Lentamente desfilaron las últimas clases. En una de ellas el profesor Y nos dijo lo satisfecho que había quedado con la exhibición.

- Un periodista - relató, sin dejar de caminar de derecha a izquierda - publicó algo sobre ello; un artículo muy bueno, con mucha hilaridad(eh... supongo que aquí cabe el latín sic). En términos generales, la escuela se lució. Aunque, supongo que se dieron cuenta, a dos de los muchachos les funcionó mal en invento a última hora. Después, como por milagro, les volvió a jalar, pero ya recordarán lo que les había dicho: tengan bien preparadas sus cosas, asegúrense de que funcionen, y lo más imp...

Tuvo que detenerse del escritorio para no perder el equilibrio. Pratch retiró el pie y me miró con una ofendida expresión de "no tuve más remedio". Esta vez no le reproché la travesura.

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